Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 24 de mayo de 2009 Num: 742

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Tres cuentos
TOMÁS URIARTE

A mitad de siglo
ARISTÓTELES NOKOLAÍDIS

Epicteto: hacia una espiritualidad alternativa
AUGUSTO ISLA

Efraín Huerta, poeta feroz
RICARDO VENEGAS

El tiempo suspendido de Rulfo
MARÍA ELENA RIVERA entrevista con ROBERTO GARCÍA BONILLA

La voz entera de Benedetti
RICARDO BADA

Mucho más que un verso
LUIS TOVAR

El mismo Benedetti
CARLOS FAZIO

Oaxaca, ¿tierra de linces?
YENDI RAMOS

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

Epicteto: hacia una espiritualidad alternativa*

Augusto Isla

I

Cuando escuchamos que una persona califica a otra como estoica lo hace en un sentido admirativo; quiere decir, al menos, que muestra entereza frente a la adversidad y el dolor. Es lo que queda, en el habla común, de lo que fue el estoicismo en la Grecia antigua: escuela filosófica, doctrina, actitud florecida en el período helenístico que corre de la conquista de Alejandro El Grande al dominio de Roma. Lo funda en Atenas Zenón de Citio (326- 264 aC) a quien sus contemporáneos apodaban “el pequeño fenicio”, nacido en Chipre, entonces plaza de colonos fenicios. Fue discípulo de Crates, filósofo cínico quien, como todos los practicantes de esa escuela de saber y vida, era un tanto extravagante no sólo por su rechazo de las convenciones sociales, sino también por las duras pruebas a las que sometía a sus aspirantes. Tal vez por eso, Zenón se aleja de Crates y crea su propia escuela: el estoicismo, que deriva su nombre de la stoa , pórtico donde el chipriota enseña los principios del buen vivir basado en la sencillez, la fortaleza interior, la modestia, el dominio de sí y la indiferencia ante los bienes materiales.

A lo largo de los años el estoicismo evoluciona en rigor intelectual. Discípulos de Zenón como Cleantes y, sobre todo, Crisipo, construyen un discurso filosófico complejo que abraza lógica, física y moral; la lógica guía nuestros juicios hacia la verdad, la física nos ofrece una concepción del mundo como un orden naturalmente armónico y, finalmente, la moral, emanada del recto pensar y una visión cósmica bien plantada, conduce la vida; en suma, el estoicismo, como sabiduría entreteje conocimiento y ética: un saber y un arte de vivir. Pues que un buen estoico es aquel que, sabiéndose parte de un todo hermoso, se adhiere a sus leyes. La sabiduría estoica enraíza, así, en una paradoja: es obediencia y libertad; sólo vive libremente quien se somete a un orden superior, a eso que llamamos Dios: pneuma, fuego artífice que anima al mundo con la razón; logos del universo, omnipresente en la piel y en las entrañas de las cosas, en las fuerzas todas de la naturaleza. Esa omnipresencia divina hace del Pórtico un panteísmo. “Dios es el todo que ves y el todo que no ves”, decía Séneca. Dios único con diferentes manifestaciones; por eso Epicteto a veces se refiere a Dios, a veces a los dioses, entidades correspondientes a la mitología del pueblo griego. El hombre mismo participa de ese orden natural; en tanto criatura dotada de razón tiene, pues, un parentesco con Dios, aunque en él actúen tendencias negativas que lo denigran y esclavizan. Pero si logra vencerlas, llega a ser libre justamente cuando opta por vivir en armonía con la naturaleza, con la divinidad como principio rector o, lo que es lo mismo, el hegemonikón.

La traducción moral de esa armonía es la virtud, virtud única, pues se es virtuoso o no se es. Quien es virtuoso despliega las virtudes concretas que cada situación exige: prudencia, reflexión, justicia, magnanimidad… Mediante el ejercicio de la virtud, que es el bien, el hombre se diviniza y Dios se humaniza por entero. La recompensa de esta moral es la dicha, el cumplimiento de un destino, puesto que los dioses nos han creado para ser dichosos; la dicha es la ataraxia, esa paz que priva en el alma cuando el hombre ha logrado sujetar las pasiones: envidia, cólera, miedo, celos, resentimiento, codicia… En este sentido, el estoicismo es un racionalismo, una invitación a vivir libres tanto de las cosas exteriores como de las pasiones contrarias a la razón, a esos sacudimientos de alma que, pese a todo, son inclinaciones interiores necesarias para que, en contraposición con ellas, como fruto de un esfuerzo, surja el bien. El estoicismo es una ética de la ascesis, del esforzado triunfo sobre aquellas tendencias oscuras también inscritas en la condición humana: la insensatez y el apasionamiento.

II

Durante el período helenístico, Atenas había perdido su hegemonía política pero conservaba su señorío cultural. Incluso bajo el dominio de Roma, una minoría acogió el estoicismo que, en pleno corazón del imperio, tuvo representantes distinguidos de muy diversas condiciones sociales: Marco Aurelio emperador, Séneca cortesano acaudalado y Epicteto liberto, es decir, esclavo emancipado. Éste, quien aquí nos interesa, nació en Hierópolis, Frigia, en el año 30 de nuestra era. Muy joven llegó a Roma, donde fue comprado por Epafrodito, un liberto de Nerón. Su nombre, Epicteto, designa precisamente “lo que acaba de ser adquirido”. No se sabe bien si fue su amo quien lo liberó o si a la muerte de éste alguien más le concedió la libertad. De lo que estamos seguros es que aquella inteligencia singular volvió los ojos al estoicismo, doctrina en la cual lo inició Musonio Rufo. Fiel a la ortodoxia estoica, se concentró sin embargo en la meditación moral, aunque en el telón de fondo de sus reflexiones y enseñanzas estén siempre el amor a la verdad, la necesidad de asirse de atinados juicios y opiniones sanas, así como la resignada y al propio tiempo soberana aceptación de la fatalidad como clave de la sabiduría: “Aquel que se resigna a lo que fatalmente sucede es sabio y apto para el conocimiento de las cosas divinas.” La inflexión moralista del liberto es un eco cultural de la decadencia de una civilización, y sin embargo su calidez se antoja perenne.

Leamos su punto de partida: “De todas las cosas que existen en el mundo, unas dependen de nosotros y otras no. De nosotros dependen nuestros juicios y opiniones, nuestros movimientos, nuestros deseos, nuestras inclinaciones y nuestras aversiones; dicho de otro modo, todos nuestros actos […] Las cosas que dependen de nosotros son libres por su naturaleza misma; nada puede frenarlas ni levantar obstáculos ante ellas. Al contrario, las que no dependen de nosotros son débiles, esclavas, y están sujetas a mil contingencias e inconvenientes, además de que nos son totalmente extrañas.” Tal vez por su misma experiencia de esclavo liberado, puso énfasis en el valor de la libertad interior, en la concepción del verdadero bien como algo que reside en nosotros mismos, pues es allí, en nuestra interioridad, donde el poder de la virtud descubre espacio para su vuelo, de modo que, por obra de la voluntad, la razón puede desterrar todas las esclavitudes: temores, pasiones, vicios. “Abstente y soporta”, fue su divisa.

Cuando el emperador Domiciano decretó en el año 93 la expulsión de los filósofos, Epicteto volvió a Grecia y se instaló en Nicópolis; ahí ejerció su magisterio, siempre congruente con su austero modo de vivir: apenas una choza, una estera, una lámpara de barro. Siguiendo el ejemplo socrático, nada escribió. Su pensamiento, tal como ha llegado hasta nosotros, lo recogió Arriano de Nicomedia, un discípulo suyo: un manual (Enquiridión) y un conjunto más amplio de disertaciones. ¿Hasta qué punto tropezamos con un discurso adulterado? Acaso las palabras no son las mismas, pero confiemos en que permanece intacto el espíritu de aquellas lecciones que van de la máxima a la parenética, es decir, del enunciado de reglas de vida a las exhortaciones inspiradas en la más alta exigencia moral, tan alta que Epicteto decía no conocer a estoico alguno, a ese alguien, uno solo, que fuese feliz en la enfermedad, en el peligro, o ante el desprecio, la calumnia, la muerte: la sabiduría no nos es accesible, pero al menos podemos acercarnos a ella.

La elevada exigencia de la ética estoica hace de ella una senda estrecha por la que transitan apenas unos cuantos: una aristocracia del espíritu, alejada del hombre común. El estoicismo no ofrece, pues, un recetario para salvar a la humanidad, sino solamente traza una posible ruta hacia la sabiduría para aquellos individuos interesados en alcanzar la plenitud humana.

Por Arriano conocemos, pues, las fórmulas de Epicteto en su expresión más sencilla. Pero es probable que, evocando el método socrático, sus lecciones se hayan desplegado como preguntas y respuestas: era un maestro, no un predicador. Buscaba la verdad en compañía de sus oyentes o, mejor, sus interlocutores; no una verdad contemplativa y abstracta, sino concreta y práctica, relacionada con el saber vivir: phronesis, más que sophía. Su ortodoxia estoica tiene que ver con una tradición que se remonta a Diógenes y Sócrates, esos dos modelos en quienes alaba un arte de vivir libremente: Diógenes era libre “porque había roto todas las trabas de la esclavitud; porque se había desentendido de todo, aislado por sus cuatro costados y nada lo sujetaba […] Sócrates, tenía mujer e hijos y no era menos libre que Diógenes, porque, como él, había sometido todo a la ley divina y a la debida obediencia a los dioses”. Ambos eran libres no solamente por su paradójica obediencia a los dioses, sino porque sus juicios eran correctos y los guiaban por el camino del bien, puesto que la raíz del mal es la ignorancia. Un abismo separa a Sócrates y Diógenes, pero ambos cabían en la ortodoxia ecléctica de aquel liberto jovial y, al propio tiempo, severo y temible, como un rayo. Y cabían porque ambos se enfrentan con igual valentía al poder: Sócrates a sus jueces, Diógenes a Alejandro de Macedonia; el uno con la dialéctica, el otro con la burla astuta; porque ambos viven en desapego, sólo atentos al devenir del alma, ocupados en la perfección interior.

Huérfano de esa alegría que abunda en los filósofos cínicos, Epicteto hizo su propia lectura de Diógenes; lo despojó de toda anécdota pedagógica inquietante, de sus destellos ocurrentes y provocadores. Epicteto amaba el orden, Diógenes mantenía una relación iconoclasta con el mundo; aquél cultivaba el espíritu de gravedad; éste se reía de todo, con proverbial insolencia; aquél cuidaba la limpieza de su cuerpo porque equivalía a la pureza del alma, éste hacía gala de su desaliño. En cambio, los identifica el que ninguno de los dos espera ni teme nada; viven por igual indiferentes a los bienes terrenales, sólo preocupados por su libertad, por la edificación de sus singularidades, basadas en un arte de vivir propio, desnudo de toda ornamentación: sobriedad para disfrutar la fiesta del mundo, a sabiendas que se trata de un viaje tan maravilloso como breve; serena resignación ante la muerte. En la cercanía de este gran momento, Epicteto abre los brazos y canta su plegaria a Dios: “Me voy, y lleno de reconocimiento hacia ti, porque me has juzgado digno de participar en tu fiesta, de contemplar tus obras y de comprender tu forma de dirigir el mundo.”

III

El estoicismo, y en particular Epicteto, ha ejercido un gran influjo en el devenir espiritual del Occidente cristiano. Su manto doctrinario ha cubierto el pensamiento de místicos y doctores de la Iglesia católica. Por citar dos ejemplos habría que recordar que Teresa de Ávila se refería a Juan de la Cruz como su “senequita”, y que para Francisco de Sales, Epicteto era “el mayor hombre de bien de todo el paganismo”, y lo dijo a pesar de que para éste los cristianos, incluyendo sus mártires, eran simples fanáticos cuyos suplicios no provenían tanto de la razón como de una obstinación opuesta a la sabiduría.

Las lecciones de Epicteto nos recuerdan en estas horas de la modernidad, tan contaminadas del apego a los bienes materiales y, a la vez, tan vacías, que hay otra senda para ser hombres, para vivir y morir con dignidad. Desde esa lejanía clásica, como una llama viva, nos llega el eco de una voz que el oído finísimo de Montaigne, de Pascal, o de Simone Weil, más cercanos a nosotros, han captado como hilo de una tradición espiritual, testimonio de la humana grandeza, que nada necesita de esa dogmática cristiana tan dada a adjudicarse la verdad única acerca de los valores: la construcción del sujeto ético y, por ende, una vida colmada de sentido bien pueden prescindir de todo fundamento religioso; otras posibilidades están inmersas en la propia naturaleza, si le arrebatamos sus secretos. Como afirma André Comte-Sponville, en El alma del ateismo: “Cualquier religión forma parte, al menos en cierto aspecto, de la espiritualidad; pero no toda espiritualidad es necesariamente religiosa. Por mucho que creáis o no en Dios, en lo sobrenatural o en lo sagrado, no dejaréis de veros menos confrontados con el infinito, la eternidad o el absoluto, y es cosa vuestra. La naturaleza basta. Basta la verdad. Basta nuestra propia finitud transitoria y relativa.”

* Prólogo para el libro Máximas, de Epicteto, Biblioteca Mexiquense del Bicentenario,
colección Clásicos, serie Espiral de Babel, 2009.