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Cuestas
Mientras subía la cuesta hacia el acuario –una cuesta empinada que me
pareció la espalda de un animal enorme-, reparé en los que venían ya de
vuelta: mujeres, niños, ancianos, hombres con sus perros. Un poco después,
me detuve en sus manos, en sus piernas cortas o largas. Luego en
sus ojos, en sus miradas. Yo seguía subiendo la cuesta mientras las imágenes
o rostros de los que venían (chinos, neozelandeses, tal vez africanos
o franceses) se iban mezclando con otras imágenes o rostros que vi en
otros países o cuestas como ésta. Sin quererlo, es decir involuntariamente,
me di cuenta de que estos rostros vivían ajenos a los otros rostros que
había visto ya alguna vez, y que, pese a ello, también se acostaban, sufrían
o se alegraban con la faena diaria y, en ocasiones, también, tenían
deseos imposibles o tardes ligeramente en pie, como la lluvia. Aunque yo
sabía que nada unía estos pasos con los que, en otro lugar, otros hombres
y mujeres estaban dando, gente desconocida que quizá subía o bajaba
otras cuestas, no pude evitar la tentación de ir hilando sus orillas, uniendo
sus sueños, entretejiendo sus afanes o tristezas, y así, mientras subía, reintegrado
con mis pasos, ligero de equipaje, vi cómo mis huellas, en el
polvo, fueron adquiriendo poco a poco la forma del camino |