Opinión
Ver día anteriorLunes 13 de abril de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
La Gran crisis
L

a decadencia del sistema corroe las entidades que lo soportan y también las vacía de significado. Modernidad, progreso, desarrollo, palabras entrañables que convocaban apasionadas militancias, hoy se ahuecan si no es que adquieren carga irónica.

La convergencia de flagelos objetivos de carácter económico, ambiental, energético, migratorio, alimentario y bélico que en el arranque del tercer milenio agrava y encona las abismales desigualdades socioeconómicas consustanciales al sistema, deviene potencial crisis civilizatoria porque encuentra un terreno abonado por factores subjetivos: un estado de ánimo de profundo escepticismo y generalizada incredulidad, un ambiente espiritual de descreimiento en los ídolos de una modernidad que en el fondo nos defraudó a todos: a los poseedores y a los desposeídos, a los urbanos y a los rurales, a los metropolitanos y a los orilleros, a los defensores del capitalismo y a los impulsores del socialismo; que defraudó incluso a sus opositores, las sociedades tradicionales que denodadamente la resistieron.

La locomotora de la historia.La gran promesa de la modernidad: conducirnos a una sociedad que al prescindir de toda trascendencia metafísica y apelar sólo a la razón nos haría libres, sabios, opulentos y felices, comenzó a pasar aceite desde hace rato. Por un tiempo, creer en la regularidad cognoscible y operable de un mundo natural-social definitivamente desencantado, fue dogma de fe en un orden que al estar presidido por la razón técnico-económico-administrativa creía haber prescindido de toda ideología de sustento trascendente y por ello de toda fe. Pero la convicción no era suficiente, hacía falta también la inclinación afectiva, la militancia: Hay que querer y amar la modernidad, escribió Touraine (Alan Touraine. Crítica de la modernidad, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1998, p. 65). Y afiliarse a la modernidad era enrolarse en el progreso. En palabras de Touraine: Creer en el progreso significa amar al futuro, a la vez ineluctable y radiante (Ibid, p. 68).

Fatal y seductor como una vampiresa, el futuro fue fetiche tanto del progresismo burgués como del revolucionarismo proletario, pero por diferentes vías y con distintos ritmos los altares de la modernidad fueron paulatinamente desertados. Las elites metropolitanas que durante la segunda mitad del siglo XX vieron hacerse realidad muchas de las premisas del paraíso prometido, pero sin que las acompañara la añorada plenitud, cultivaron un posmodernismo desilusionado, donde la subjetividad se desafana del flujo sin sentido del mundo. Después de un esperanzado pero efímero coqueteo con la democracia occidental, los damnificados del socialismo realmente existente desplegaron una desmodernidad pragmática que pasa tanto de las promesas de la sociedad sin clases como de las del mundo libre. Los pueblos originarios, largo tiempo negados o sometidos, reivindicaron identidades de raíz premoderna.

Añoranzas. Sin embargo la modernidad y el progreso no son del todo perros muertos, pues su versión tercermundista, el proverbial desarrollo, conserva aún gran parte de su capacidad de seducción. En unos casos bajo su forma clásica o desarrollista, en otros como socialismo del siglo XXI y en otros más como altermundismo, las dos últimas, variantes de lo que algunos han llamado modernidad-otra.

Y es que aquellos que siempre vimos de lejos las glorias de la modernidad, preservamos por más tiempo la esperanza en un desarrollo que –algún día– deberá equipararnos a las naciones primermundistas. Promesa ahora aún más difícil de cumplir, pues en los tiempos que corren habría que emprender el vuelo con alimentos y petróleo caros, mientras que los que despegaron antes lo hicieron con energía y alimentos baratos. Y aspiración en el fondo dudosa, pues cuando menos en algunos aspectos las admiradas metrópolis resultaron sociedades tan inhóspitas como las otras. Pero, pese a todo, en las orillas del mundo muchos siguen esperando acceder a las mieles de la modernidad (y si de plano no hay tales, cuando menos al chance de ser posmodernos con conocimiento de causa).

Tan es así que en el derrumbe del neoliberalismo y el descrédito de sus recetas, reaparecen con fuerza en la periferia el neonacionalismo desarrollista y la renovada apelación al Estado gestor. Nada sorprendente, cuando a los países centrales sacudidos por la megacrisis no se les ocurre remedio mejor que un neokeynesianismo más o menos ambientalista.

Que los zagueros de la periferia, los desposeídos de siempre y los damnificados de la Gran crisis sigan apelando a las fórmulas que demostraron su bondad en las añoradas décadas de la posguerra, cuando en las metrópolis el Estado benefactor gestionaba la opulencia, en el llamado bloque socialista había crecimiento con equidad y los populismos del tercer mundo procuraban a sus clientelas salud, educación, empleo industrial y reforma agraria, me parece poco menos que inevitable. Y es que en el arranque de las grandes transformaciones, los pueblos y sus personeros acostumbran mirar hacia atrás en busca de inspiración.

Podemos esperar, sin embargo, que el neomilenarismo sea una fase transitoria y breve. Por un rato seguiremos poniendo vino nuevo en odres viejos, pero en la medida en que la Gran crisis vaya removiendo lo que restaba de las rancias creencias, es de esperarse que surja un modo renovado de estar en el mundo. Un nuevo orden material y espiritual donde algo quedará del antiguo ideal de modernidad y al que sin duda también aportaran las aún más añejas sociedades tradicionales que no se fueron del todo con la finta del progreso.