Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 12 de abril de 2009 Num: 736

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

De la Edad de Oro a las utopías modernas
MANUEL DURÁN

Sentir lo que otros sienten
ULRIKE PRINZ entrevista con CRISTINA PERI ROSSI

El Museo de Antropología e Historia a revisión
DULCE Ma. LÓPEZ

El tercero
JAVIER SICILIA

Joaquín y Ramón Xirau, hombres en tiempos oscuros
ADRIANA DEL MORAL

Ramón Xirau, ¿poeta o filósofo?
RAÚL OLVERA MIJARES

Ian McEwan: la suma de nuestras emociones
JORGE GUDIÑO

Leer

Columnas:
Mujeres Insumisas
ANGÉLICA ABELLEYRA

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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Jorge Moch
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Avatar de videojuego

Siempre he sido mal jugador de videojuegos porque me repatea perder, y ése es invariablemente el desenlace de casi todos mis combates, partidos, pilotajes, aventuras, exploraciones, estrategias, raquetazos, patadas, saltos, vuelos, carreras, luchas, disparos, estratagemas o respuestas virtuales, inevitablemente mediocres, tardíos, equivocados o llanamente estúpidos. Tengo con los videojuegos una tormentosa relación de amor y odio: me seducen siempre pero aborrezco perder siempre. Mi ludopatía, sin embargo, es nada comparada a la de aquellos que se pasan el día jugando, enfrascados en mundos absurdos; mi ludopatía está bajo control –estoy plenamente convencido–, a diferencia de otras épocas no muy lejanas de las que prefiero no acordarme.

La prisa tecnológica ha hecho de la evolución del videojuego una avalancha demencial. Lo que empezó con un ping-pong monocromático y sólo dos tonos distintos de bip como ambiente sonoro, es hoy una industria que rebasa ya quizá a la cinematografía. Los ambientes son de exactitud y nitidez pasmosas. Cada semana nos asombran más con un nuevo lanzamiento. Cualquier día el video juego va a dejar atrás su cualidad visual para volverse multisensorial y verdadera realidad virtual, y que dios nos agarre confesados, cada quien su particular, juguetona esquizofrenia.

Digo que siempre fui malo para los videojuegos, pero ello no significa que no haya yo jugado hasta rozar, literalmente, alguna forma de locura. Empecé de mocoso en un local en los bajos del hotel Emporio, frente al malecón, en el desaparecido Veracruz de mi infancia (cuando en el malecas había bancas que eran lo mismo lámparas que bocinas a la intemperie por las que los domingos uno podía escuchar, el malecón entero musicalizado, a Ray Conniff o aquellos himnos ñoños de los años setenta, Concorde o Soleado …) El local se llamaba Chispas y allí estuvo por años, reinventándose a sí mismo, mudando la maquinita de ping-pong o la mesa de hockey sobre aire por las cabinas de los caza-bombarderos que destrozaban aldeas y tanques del enemigo, usualmente pertenecientes a una de las etnias que los gringos detestan. Chispas reventó en alguna de las cimeras crisis que ya sabemos. Los videojuegos de casa devoraron ese changarro.

Jugué en las primeras pc (de Apple y ajenas, claro) las incipientes versiones de Space invaders y Asteroides. También jugué carreritas en un Atari, y poco antes de eso jugué en una rudimentaria –pero barata– Commodore 64 que era de mis cuñados. Luego tuve, ya adulto, mi propio Nintendo con todo y una bazuca con la que hacía blancos desde la comodidad de mi cama. Cuando la obsesión era inobjetable, se lo regalé al hijo de una amiga de mi mujer y por ello me estuve sintiendo culpable durante semanas. Poco y mal me acerqué a juegos famosos, como los de los hermanos Mario, Q-Bert o Donkey Kong, porque era malísimo para jugar y más malo para perder. Jugué un poco de golf virtual (el verdadero me parece insoportable por esnob) y fui seducido por los cubitos desacomodados del Tetris, aunque también resulté malísimo y apenas pude subir de nivel un par de veces. Luego redescubrí los juegos en mi compu; me volví, al menos en teoría, un ducho piloto de aviones de la época de la segunda guerra mundial. Después llegó a mis manos la espeluznante realidad virtual de Doom, con todo y sus milagrosos códigos para hacer trampa. Hasta compré un mando de palanca que vibraba al disparar.

Igual que con mis primeras experiencias en internet, cuando la Negra se me apareció una madrugada en el estudio con la imperiosa cuestión de “internet o yo, pinche gordo”, Doom se adueñó de mi vida y mi conciencia. Por semanas no hice otra cosa que descuartizar, calcinar, mutilar y electrocutar demonios. Borré ése y todos mis juegos la mañana siguiente a cierta noche en que, aterrado, escuché a los monstruos de Doom deslizarse gruñendo en la habitación de al lado y estuve sudando frío, sin querer voltear, cuando se me ocurrió que qué tal si la Negra de pronto era una de esas criaturas y qué iba yo a tener que hacerle…

Mil años después he descubierto Travian, un jueguito en tiempo real donde uno construye una aldea y la hace crecer, siempre con la amenaza de vecinos hostiles y abusivos. Yo, por lo pronto, lo veo como una terapia suavezona. Escogí ser más comerciante y hombre de paz que guerrero. A ver cuánto me duran el gusto y la mesura. La mesura ya valió madre: cierro esta atropellada redacción porque me urge construir un cuartel y un nuevo granero. Ahí vienen esos cabrones.