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Ver día anteriorViernes 20 de marzo de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La caída de la Casa de Usher
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El dibujante Diego Molina, devoto de Poe, ilustra la nueva publicación del relato del escritor estadunidense, con edición y traducción de Andrea Fuentes Silva y Yeicko Sunner
¿Q

ué era –me detuve a pensar–, lo que me abatía así en la contemplación de la Casa de Usher? Era un misterio inexplicable, y no podía luchar con los sombríos e irreales pensamientos que en mí se atestaban mientras lo ponderaba. Me vi forzado a caer en la conclusión insatisfactoria de que –sin duda alguna–, aunque existen combinaciones de objetos naturales muy simples que tienen el poder de afectarnos, el análisis de este poder permanece sin embargo en consideraciones más allá de nuestra comprensión. Era posible, reflexioné, que un mero cambio en la disposición de los detalles de aquel cuadro fuera suficiente para modificar, o quizás para aniquilar, su capacidad para producir una impresión llena de pena; y procediendo conforme a esta idea, arreé mi caballo a la peligrosa escarpada de un negro y fantásticamente brillante estanque que yacía con imperturbable lustre frente a la morada; observé allí abajo –pero con un escalofrío más estremecedor que antes– a las nuevas e invertidas imágenes de los juncos grises, a los terroríficos troncos y a las ventanas como ojos vacíos.

No obstante, en esa mansión de tristeza me proponía un estadía de algunas semanas. Su propietario, Roderick Usher, había sido uno de mis camaradas más preciados en la infancia; pero muchos años habían pasado desde nuestro último encuentro. Una carta suya, sin embargo, me había alcanzado recientemente en una distante región del país, una carta cuya extravagante e inoportuna naturaleza no admitía otra cosa que una respuesta personal. Aquel manuscrito denotaba evidencias de una agitación nerviosa. Su autor hablaba de una enfermedad física aguda, de un desorden mental que lo oprimía y de un sincero deseo de verme, como su mejor y en realidad único amigo, con miras a intentar, a través de mi alegre compañía, aliviar su afección. Fue la manera en que todo esto, y mucho más, era dicho –el aparente corazón de su solicitud–, lo que no me permitió lugar para la vacilación; y en consecuencia obedecí al instante lo que seguía considerando un mandato bastante peculiar.

Aunque de chicos habíamos sido íntimos camaradas, en realidad sabía poco de mi amigo. Su reserva había sido siempre excesiva y habitual. Pero estaba al tanto de que su antiquísima familia se distinguía, desde tiempos inmemoriales, por una peculiar sensibilidad de temperamento la cual se desplegaba, a través de largos años, en numerosas obras de enaltecido arte y que recientemente se manifestaba en repetidos actos de generosa pero discreta caridad, así como en una apasionada devoción por las complejidades –quizás aún más que por las ortodoxas y fácilmente reconocibles bellezas– de la ciencia musical.

Sabía, asimismo, del notable hecho de que el linaje de toda la estirpe de los Usher, de antigua tradición, nunca había producido una rama duradera; en otras palabras, que la familia entera derivaba en una línea directa de descendencia, y que siempre había, con algunas insignificantes y temporales variaciones, permanecido igual. Era esta deficiencia –consideré mientras razonaba sobre el perfecto acuerdo del carácter del recinto con aquél atribuido a sus habitantes, y mientras especulaba sobre la posible influencia que el primero, en el transcurso de varios siglos, podría haber ejercido en los segundos–, quizás era esta deficiencia de una progenie colateral, y la consecuente e inexorable transmisión de padre a hijo del patrimonio familiar y su nombre, lo que a la larga había identificado a ambas hasta unir el título de la propiedad con la atractivamente extraña y equívoca denominación de Casa de Usher –una denominación que parecía incluir, en las mentes de los campesinos que la usaban, tanto a la familia como a la mansión familiar.

Ya he dicho que el simple efecto de mi, en cierto modo, infantil experimento, el de observar toda la escena reflejada en el estanque, había sido el de hacer más profunda mi primera y singular impresión. No puede haber duda de que la conciencia del rápido aumento de mi superstición –¿por qué no debería nombrarla así?– sirvió principalmente para acelerar su propio crecimiento. Así es, desde hace tiempo lo he sabido, la paradójica ley de todos los sentimientos que tienen al terror como fundamento. Y pudo haber sido solamente por este motivo que, cuando levanté mis ojos y observé de nuevo la casa, desde su imagen en el estanque, crecieron en mí extraños y fantásticos pensamientos –pensamientos tan ridículos, de hecho, que no puedo sino mencionarlos para mostrar la vívida fuerza de las sensaciones que me oprimieron. Mi imaginación estaba exaltada al grado de hacerme creer que alrededor de toda la mansión y sus dominios había una atmósfera peculiar, propia de ellos y de sus inmediaciones: una atmósfera que no tenía afinidad con el aire del cielo, sino que emanaba de la decadencia de los árboles, y de los grises muros, y del estanque silencioso; un vapor místico y pestilente, opaco, letárgico y apenas perceptible, de color plúmbeo.