Opinión
Ver día anteriorLunes 9 de marzo de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Entre fantasmas
S

i alguien se atreve a anticipar lo que va a pasar es porque carece de suficiente información. Nadie sabe. Tiene razón Klaus Zimermann, uno de los más prominentes economistas alemanes, cuando señala que lo que están diciendo sus colegas son especulaciones sin sustento, porque los modelos en que todos se basan no preveían crisis como la actual. Según él, podemos saber que está ocurriendo algo muy serio, pero no sabemos qué tan serio es y mucho menos qué hacer para resolverlo.

Además, ¿qué es resolverlo? Esto es lo realmente importante. ¿En qué consiste enfrentar la crisis, eso que todo mundo parece estar haciendo con actuaciones tan dispares? ¿Se trata de crisis diferentes? ¿Estaríamos enfrentando fenómenos muy distintos, desde condiciones diversas, por lo que debe existir una variedad de respuestas? ¿O estamos ante una crisis de origen y alcances realmente globales, que exigiría respuestas únicas o al menos concertadas?

Sólo un estado patológico de negación, real o fingido, como el que parece acosar a cada paso a las autoridades mexicanas, puede llevar en la actualidad al desconocimiento de una crisis tan general como novedosa. Es útil aprender del pasado y buscar analogías y comparaciones pertinentes. Pueden derivarse lecciones interesantes de la experiencia de 1929 –antes, durante y después del desastre– y de otras grandes crisis. Al mismo tiempo, es preciso reconocer explícitamente que la situación es única y exige miradas tan singulares como lo que ocurre.

Para despejar el camino del análisis, necesitamos sacar de ahí obstáculos que impiden ver lo que pasa. Por ejemplo: concentrar la atención en la burbuja especulativa de los bienes raíces en Estados Unidos o en la desregulación bancaria y los nuevos instrumentos financieros es útil, pero poco pertinente. En vez de ayudar a entender la naturaleza profunda de la crisis actual tiende un velo analítico sobre su carácter.

El debate público sobre las medidas de la nueva administración estadunidense puede servir para acotar la exploración que ahora hace falta. No es muy relevante la confusión que intentan impulsar los fundamentalistas de mercado, empecinados en su religión; tratan de sorprender a incautos con el pregón de que son socialistas los remedios keynesianos que se están aplicando. Es muy reveladora, en cambio, la creciente impopularidad de los rescates de bancos y empresas, que hasta hace poco tiempo eran símbolos del interés nacional y ahora provocan rechazo general. Según las encuestas, la mayoría de la gente preferiría que se dejara quebrar a los gigantes de Detroit y a los grandes bancos. Los fondos públicos deberían emplearse para apoyar a quienes están perdiendo casas y empleos, en vez de rescatar a quienes, en la percepción común, serían responsables de la crisis y seguirían aprovechándose de ella.

Una de las principales novedades del día es esta pérdida repentina de credibilidad de instituciones que tenían un aura de legitimidad inconmovible. Ningún escándalo sobre corrupción o malos manejos la afectaba. Parecían encontrarse por encima de toda realidad, como pilares insustituibles del sistema.

Hace más de 30 años, Iván Illich previó una coyuntura como la actual. Una coincidencia fortuita, observó, “hará públicamente obvias las contradicciones estructurales entre los propósitos explícitos y los resultados reales de nuestras principales instituciones. Será repentinamente obvio para la gente lo que ahora sólo es evidente para unos cuantos: que la organización de toda la economía para lograr una vida ‘mejor’ es el principal enemigo de la ‘buena’ vida. Como todas las intuiciones ampliamente compartidas, ésta tendrá la potencialidad de modificar por completo la imaginación pública. Grandes instituciones pueden perder súbitamente su respetabilidad, su legitimidad y su reputación de estar al servicio del bien común. Pasó con la Iglesia católica durante la Reforma; pasó con la realeza durante la Revolución. De la noche a la mañana lo impensable resulta obvio: que la gente puede cortarle la cabeza a quienes la gobiernan… y que lo hará” (La convivencialidad, 1978).

Es ésta una de las principales novedades. Los batallones de descontentos que generó el neoliberalismo adquieren repentinamente la conciencia de la contraproductividad fundamental de las instituciones dominantes, todas las cuales están produciendo lo contrario de lo que pretenden. Se hace evidente que las corporaciones privadas y los aparatos estatales, que supuestamente garantizaban buena vida para todos, causan deterioro continuo en las condiciones de vida de la mayoría. Han perdido credibilidad y legitimidad.

Cortar la cabeza de los reyes fue crueldad innecesaria. Se había desprendido de su cuerpo cuando la gente dejó de creer que el dominio real fuera decisión divina y eterna, o sea, cuando se dio cuenta de que era posible ponerle fin.

En esto estamos. Así se constituyen los tiempos de rebelión.