13 de febrero de 2009     Número 17

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada


Tito Guízar y Esther Fernández, protagonistas de Allá en el Rancho Grande (Fernando de Fuentes, 1936)

Allá en el Rancho Grande

María Guadalupe Ochoa

Desde sus inicios, el cine ha tenido al campo como uno de sus escenarios, como uno de sus temas y como una de sus metáforas. La ruralidad ha sido decretada opuesta a lo urbano, a lo citadino. Y ha sido confundida con categorías tan disímiles como provincia, salvaje, nobleza, tormenta y paz.

México siendo –como fue hasta hace menos de medio siglo– un país con una mayoría de población rural, también ha nutrido sus artes con el campo . La literatura, la pintura y el cine han consolidado estereotipos rurales de formas de ser mexicanos muy mexicanos. En el cine, el campo mexicano –hacienda paradisíaca, temible mar, comunidades indígenas tan extrañas a los ojos de los mestizos, pequeños pueblos conservadores– ha sido un espacio privilegiado para desarrollar el melodrama envuelto en naturaleza; lugar donde se enfrentan el bien y el mal; tiempo de fiesta y tragedia; paraíso conservado o infierno tan temido.

Uno de los géneros más socorridos durante la llamada “época de oro” del cine nacional fue sin duda la comedia ranchera que explotó sus orígenes en la zarzuela mexicanizada de las revistas teatrales, continuó la línea del nacionalismo posrevolucionario tan experto en exacerbar particularidades culturales, y fue enriquecido con el dramatismo de la plasticidad de la cámara.

Idilio campirano. El primer éxito en taquilla del cine mexicano apuntaló estos escenarios –que habrían de dar decenas de asombrosas películas durante más de una década–; fue la primera versión de Allá en el Rancho Grande (1936) de Fernando de Fuentes, con fotografía de Gabriel Figueroa, ganadora en el Festival de Venecia de 1938. La cinta es una comedia de enredos cuya trama se basa en el idilio. Idilio del amor, de la amistad, de la vida en el campo. La necesidad del final feliz cambió la historia basada en un hecho real –según los hijos de Luz Guzmán, hermana y coautora del argumento con Guz Águila– para hacer realidad que el amor y la lealtad vencieran todas dificultades.

La historia idílica sucede en un espacio desprovisto de referencias a la realidad histórica del momento –Lázaro Cárdenas repartía tierras, se difundían doctrinas acerca de la mujer económicamente productiva y se prometía la extinción de patrones y terratenientes–. En el espacio inventado, los rivales accidentales –el patrón de la hacienda y su caporal– son entrañables amigos a pesar de las diferencias sociales. El guapo, valiente, honrado y por encima de todo muy macho, recién nombrado capataz José Francisco, tenor de tez blanca y ojos verdes, está enamorado de la hermosa, dócil y casta jovencita Crucita, que le corresponde amorosamente. Múltiples peligros asechan el amor de los protagonistas. La ambición de la villana, que causa sufrimiento sin par a la bella joven, pone en riesgo tanto la honradez de la prometida como la amistad entre el capataz y el hacendado, cuando éste, engañado, va a ejercer su –no tan olvidado– derecho de pernada. José Manuel, por supuesto, defenderá su honor –depositado en la entrepierna de ella– si fuese necesario con su vida.

Afortunadamente es una comedia ranchera y todo se resuelve felizmente entre peleas de gallos, tequilas, bailables, canciones, y se vuelve a la feliz vida en Allá en el rancho grande … donde, entre otros, Emilio El Indio Fernández baila el jarabe tapatío, Esther Fernández interpreta la Canción Mixteca y Tito Guízar canta para deleite de todos Allá en el rancho grande, allá donde vivía, había una rancherita