Usted está aquí: domingo 8 de febrero de 2009 Sociedad y Justicia Mar de Historias

Mar de Historias

Cristina Pacheco

Crisis

Se lo digo por experiencia: todo tiene sus ventajas, hasta la crisis que nos está asfixiando parejo. Cuando empezamos a sentirla me parecía imposible imaginar cómo iba a ser nuestra vida sin permitirnos lo que para nosotros eran auténticos lujos: ropa nueva, un compacto, una cenita de vez en cuando en un restorán.

Antes de que a mi esposo Nicolás le redujeran sus días laborables y faltara la clientela en el salón de belleza en donde trabajo, los domingos nos salíamos desde temprano a los centros comerciales, aunque sólo fuera a ver los aparadores, y por la tarde nos metíamos al cine. Con lo caras que están las entradas y los aumentos de la gasolina decidimos quedarnos en la casa.

Tuvimos que conformarnos con pasar todo el domingo viendo la tele. Doña Rosina y don Arcadio, los abuelos de mi esposo, casi no la veían porque a ellos les gusta más la radio. Mientras oyen noticieros o música pueden seguir haciendo sus cosas: doña Rosina teje y don Arcadio repara los pocos relojes que le traen a componer. Envidio la buena vista que, a su edad, aún tienen los dos.

Hace algunos días decidimos alejarnos un poco de la tele y de la radio, al menos mientras terminan de transmitirse los 24 millones de anuncios con que los partidos quieren ganar votos para las próximas elecciones. No hemos llevado la cuenta, pero don Arcadio, que es muy meticuloso, asegura que van apenas 15. Como ya está viejo le preocupa morirse antes de que acaben los dichosos mensajes políticos.

Si prescindir de las cenas y los paseos me resultaba difícil, me pareció que sería insufrible vivir sin tele. Supuse que a los abuelos de mi marido les ocurriría lo mismo sin su radio.

II

Hace dos semanas, el primer domingo alejados de esas diversiones, pensé: “y ahora, ¿qué haremos?” Temí que lo que hace todo el mundo: comentar las malas noticias que circulan por todas partes. Me resigné a pasarme las horas viéndonos las caras mientras repetíamos que ya ha habido 500 asesinados en lo que va del año, subió a cientos de miles el número de desempleados, el peso se devalúa a diario, aumentan los precios, las adicciones y los suicidios entre los jóvenes, los divorcios van al alza, los congestionamientos vuelven intransitables calles y avenidas, y el caos en la ciudad se prolongará por lo menos un año más.

Ese domingo las dificultades empezaron desde temprano. Los niños protestaron porque como su abuelo no les permitió encender la tele ellos se aburrían en la casa. Les dije que no fueran tontos y se pusieran a leer: tienen un montón de cuentos y nunca los han abierto. ¿Sabe con qué me salieron? Que si agarraban un libro iban a sentirse como si estuvieran en la escuela.

Su padre se enfureció y estuvo a punto de pegarles, pero se lo impedí: “nunca les inculcamos el hábito de la lectura y ahora quieres que Ángel y Toño se comporten como si hubieran nacido en una biblioteca.” Nicolás me reclamó que yo en todo y por todo me pongo del lado de los hijos.

Pensé que si yo no era prudente, íbamos a terminar peleándonos. Con mi mejor tono le sugerí que se llevara a los niños a dar una vuelta al parque. Nicolás me contestó que para eso tendría que sacar el coche: “voy a gastar en gasolina y aparte en comprarles a tus hijos cuantos antojitos y chucherías vean en el camino.”

Don Arcadio metió su cuchara: “en primer lugar el parque no queda tan lejos: váyanse caminando. Eso es bueno. Si he llegado a esta edad es precisamente porque usé mis dos piernas para lo que Dios dispuso: caminar. Mis padres, que en paz descansen, y yo recorríamos distancias enormes sólo por el gusto de hacerlo.”

Toño, el menor de mis hijos, le preguntó si eso lo había divertido: “pues sí, bastante, y conste que no me compraban nada o si acaso una paleta o una bolita de caramelo. Pero no me podía: la cosa era estar juntos y ver”. “¿Ver qué cosa?”, dijo Angelito muy extrañado. Se asombró más con la respuesta de don Arcadio: “pues las calles, los árboles, las casas, la gente. Eso siempre es muy interesante y divertido”. Mis hijos intercambiaron una miradita como diciendo: ¿de qué habla este señor?

III

Comer sin la tele puesta, como lo hacíamos siempre, hizo muy tensa la hora de la comida porque no encontrábamos de qué hablar y sólo nos veíamos las caras. De repente Toñito me señaló y comenzó a reírse: “mamá, ¡qué chistoso! Tienes los ojos medio verdecitos”. “Igual que siempre. ¿No te habías fijado?” Me contestó que no.

Soltamos la carcajada, pero mi marido siguió callado. Le pregunté qué le pasaba y se dirigió a don Arcadio: “abuelo: no sabía que cuando eras chico caminabas por toda la ciudad con tus padres”. Don Arcadio se llenó de orgullo: “siempre que podíamos pero, eso sí, después de haber ordenado la carbonería”.

Por primera vez nos enteramos de que don Arcadio había trabajado en un expendio de carbón. A doña Rosina se le humedecieron los ojos: “el local era pequeño y de techos muy altos. Yo iba cada tercer día con mi mamá a comprar el carbón. Así nos conocimos Arcadio y yo”. La interrumpí: “¿y qué edad tenían entonces?” Doña Rosina cerró los ojos: “yo 16 y Arcadio 14”. Ángel pegó un salto: “no sabía que fueras mayor que mi abuelo”.

Don Arcadio nos hizo otra aclaración: “ahora esas diferencias no importan, pero antes sí. El día en que nos corrieron las amonestaciones, entre nuestras familias se armó un escándalo tremendo. Con decirles que la boda estuvo a punto de suspenderse. Oigan, no sé por qué ponen esas caras. Se los conté hace mucho tiempo”.

Mi marido aseguró que no lo recordaba y siguió preguntando: “¿adónde se fueron a vivir?” Doña Rosina respondió: “a Tlatilco. Allí nació Félix, tu padre, que en paz descanse. Gracias a Dios, tuvo tiempo de conocer a Toñito y Ángel, tus hijos, mis bisnietos”.

Les pregunté a mis niños si se acordaban de don Félix. Toñito no, porque cuando su abuelo murió él tenía apenas cuatro años. Ángel dijo que él sí, pero su hermano no le creyó: “¡Mentiroso! A ver, dime, ¿cómo era?” “Pues así, altito y… no sé qué más”. Quise ayudar a Ángel a hacer memoria: “¿no recuerdas lo que te platicaba? Una vez te dijo que iba a llegar el momento en que se fuera a vivir a los árboles. Tú lo interpretaste como que se mudaría a Chapultepec. Don Félix se rió mucho de que no comprendieras que estaba refiriéndose al momento de su muerte, cuando lo enterraríamos en el cementerio Los Sauces, al lado de su esposa, Eufrasia.

Mis hijos no podían creer que su abuela hubiera llevado un nombre que les sonaba horrible en comparación a los que se usan hoy: Karen, Joceline, Karla, Paola, Irahí. Doña Rosina les explicó que antes la costumbre era bautizar a los niños con el nombre del santo que amparaba el día de su nacimiento, que si se hubiera respetado esa costumbre Ángel se llamaría Basílides, porque nació el 30 de junio. Toñito, Leovigildo, porque es del 20 de agosto. Los niños se hicieron bromas y estallaron en carcajadas. Su risas, sin el trasfondo de la televisión y de la radio, se oían nítidas, distintas.

“Cuando se ríen se parecen a mi mamá”, les dije. Toño me preguntó si su abuela materna tenía los ojos del color de los míos. No pude recordarlo. Sentí angustia, culpa por no haberme fijado bien mientras ella vivió. Recordé que sus fotos estaban perdidas en algún rincón y decidí buscarlas al día siguiente.

En las cajas en donde las guardaba de seguro también iba a encontrar su misal, su mantilla, su ramo de novia, el Cancionero Picot y su recetario ilegible. Aunque me tomara semanas enteras estaba dispuesta a encontrar la receta de las albóndigas rellenas de arroz. Son sabrosas y baratas, ideales para comerlas los domingos.

IV

La crisis es real, se agravará, nos obligará a prescindir de más cosas cada día y a inventarnos estrategias para sobrevivir. Lamento que afecte a tantos millones de personas en el mundo, desde luego a los seres que amo, y me indigna que quienes la provocaron sigan tan campantes como si nada. Sin embargo, algo bueno ha comenzado a tener para mí la crisis: en la familia empezamos a convivir y a conocernos. Don Arcadio y doña Rosina nos dijeron cómo y en dónde se encontraron, Nicolás recordó a su padre y mis hijos al fin se dieron cuenta que tengo los ojos medio verdecitos, como su abuela.

Confío en que antes de que terminen de trasmitirse los anuncios electorales tengamos tiempo para reconstruir la historia de la familia con sus secretos, sus nombres y sus sabores.

 
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