Usted está aquí: domingo 8 de febrero de 2009 Opinión Sed una noche de otoño

Bárbara Jacobs

Sed una noche de otoño

Además de su encantadora casa en Chelsea, Terence Gower y Rubén Gallo tienen una propiedad en Borgoña o Burgundia, región que hoy pertenece al Este de Francia pero que en un tiempo fue habitada por un reino germánico, y en otros por celtas, galos, romanos, galorromanos y diferentes pueblos germánicos, y hoy día por un pintor canadiense y un escritor e investigador mexicano de Jalisco, director del departamento de Lengua y Literatura Latinoamericana en la Universidad de Princeton.

La noche que cené en su casa en Nueva York me mostraron fotografías de su refugio en Borgoña, sesión que me provocó un ensueño que me transportó a un jardín francés, que Rubén cultiva con sus manos, con un huerto y una pequeña fuente con patos, y en el campo, al interior de un hogar cubierto, por fuera, por una hiedra de hojas grandes y brillantes. El ambiente que percibí fue el que se desprendería de las ilustraciones de una biografía de dos artistas dedicados a sus respectivas artes lejos de las grandes ciudades y en medio de muebles y objetos finos estéticamente dispuestos y preservados. Además de un anfitrión resuelto y acogedor, Rubén es un gran chef y un todavía más grande conversador con el que es difícil competir en cultura y gracia. Terence llegó un poco después de mí, sonrojado porque había hecho no sé qué largo trayecto en bicicleta y el frío lo había azotado de frente a lo largo de todo el camino. Lo vi menos delgado que la última vez que nos encontramos, en una comida con mi hermana en el San Ángel Inn de la ciudad de México hará un par de años, y más desenvuelto también, como si el tiempo lo hubiera acostumbrado a su vida elegida y desembarazado de las ataduras de una existencia anterior, seguramente convencional y reprimida. Me dio mucho gusto ver la armonía en la que viven Rubén y Terence, y confirmé que lo mejor que me sucedió en una estancia en la Universidad de Iowa, en 1993, fue haber conocido a Rubén Gallo.

Había tenido la intención de pedir a Rubén que esa noche también invitara a cenar a David Unger, para presentarlos y para que yo volviera a ver a David, pero debido a complicaciones comunes a todo viaje no se me dio la ocasión de organizar el encuentro, y muy temprano a la mañana siguiente yo debía tomar el vuelo de regreso a México, y la conexión de mis amigos quedó pendiente. Sin embargo, David había estado presente en mi lectura en la universidad, y después cenamos juntos, invitados por Carmen, en Sip Sak, un restaurante turco en la Segunda Avenida de la Turtle Bay, con el atractivo de que la celebridad Orhan Yegen, chef y dueño de cola de caballo blanca atada contra la nuca, era un energúmeno, capaz de, a gritos, mostrarle la puerta al cliente que protestara por su comida. David nació y creció en Guatemala, de padres inmigrantes sirio y alemana, que al fin se trasladaron a Nueva York. Él es escritor, traductor, profesor de la City University of New York, y representante en Nueva York de la Feria del Libro de Guadalajara, México. Lo conocí a principios de los años 90, cuando tradujo al inglés mi libro Las hojas muertas, y desde entonces hemos mantenido una amistad fraterna.

Pero cuando más neoyorquina me sentí durante mi reciente viaje a aquella ciudad, fue la madrugada en la que padecí sed y, a falta de agua en la habitación, me enfrasqué en mi abrigo con capucha encima de la pijama y en pantuflas caminé por los pasillos de la Leo House, residencia regenteada por religiosos, y pasé delante de la capilla y la biblioteca, cerradas, y de otras puertas que advertían que su paso estaba prohibido, hasta que por el ascensor bajé al sótano y, al no encontrar agua en las máquinas de bebidas y refrigerios, a riesgo de que el personal de noche o el de seguridad me mal juzgaran, salí a la calle en busca de un supermercado abierto en donde comprar agua que empecé a beber en mi camino de regreso al hotel de los años 40, convertida e identificable como una desquiciada más de Nueva York.

 
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