Usted está aquí: jueves 5 de febrero de 2009 Política Expectativas y realidades

Jorge Eduardo Navarrete

Expectativas y realidades

Es abrumadora la expectativa, en Estados Unidos y el mundo, ante el presidente Barack Hussein Obama. Se ha advertido que puede tornarse en un pasivo si no es satisfecha en un plazo razonable, aunque se reconoce que el caudal de confianza y credibilidad que envuelve al nuevo líder no tiene precedente en el último medio siglo. Si bien al inicio de la campaña la cuestión de Irak parecía definitoria, ahora es evidente que el tema del que depende el veredicto sobre Obama es la efectividad de la respuesta ante la crisis económica global que se precipitó por las políticas de su antecesor, retirado en la desgracia y el oprobio. Políticas que alentaron la irresponsabilidad desregulada en los mercados financieros; que sacrificaron la noción de rentabilidad social en el altar de la mayor y más expedita ganancia especulativa; que convirtieron instrumentos financieros facilitadores de la expansión de la economía real en vehículos más y más arcanos a los que se atribuyó la capacidad de crear valor y riqueza duraderas.

Krugman ha llamado Wall Street-voodoo a la creencia de que las instituciones financieras en quiebra pueden ser rescatadas mediante la escenificación de sofisticados rituales financieros. Políticas que se convirtieron en paradigma universal y fueron imitadas de manera acrítica con resultados desoladores en gran número de países. Por ello, una eficaz respuesta a la crisis depende de una coordinación internacional sin precedente de acciones, diferentes pero simultáneas en su efecto sobre la actividad económica y el empleo. Dada la extensión y la profundidad de la crisis es enorme el abismo que debe salvarse entre expectativas y realidades.

Obama ha examinado un volumen impresionante, por su cuantía y calidad, de opciones de política para responder a la expectativa despertada ante el manejo de la crisis. En vísperas de la toma de posesión, el más reciente premio Nobel de Economía resumió admirablemente los elementos centrales de política económica nacional y de acciones de cooperación global que resultan indispensables.

Cualquier aproximación a la crisis demanda un conocimiento claro de su alcance y gravedad: “¿Qué tan mala es la perspectiva? Peor de lo que casi todos imaginamos”. Su manifestación más aguda: una explosión del desempleo. No es improbable que éste, que se esperaba contener en 9 por ciento, se dispare, hacia finales de 2009, hasta alrededor de 15 por ciento, equivalente a “20 millones de estadunidenses incapaces de obtener trabajo”. Como consecuencia, 10 millones de personas caerían bajo la línea de pobreza y 6 millones de la pobreza crítica. Esta perspectiva constituye un poderoso desestímulo a la demanda de consumo, cuya reactivación es esencial para un crecimiento que permita crear el número necesario de empleos.

Por lo anterior, es indispensable vincular las medidas de rescate de las entidades financieras con estrictos requisitos de operación, que aseguren que el crédito se canalice a los destinos adecuados. Pero esto no es suficiente: “hay que ir más allá de rescatar al sector financiero y dar un gran estímulo a la economía real, al trabajo y los salarios”. Como se requieren inversiones por 200 mil millones de dólares para bajar un punto la tasa de desempleo, el monto requerido para acercarse al pleno empleo (paro de 5 por ciento) es del orden de 800 mil millones de dólares. Inversiones de este orden expandirán el déficit público enormemente y no será fácil hallar proyectos ejecutables para realizar las inversiones. Ciertas reducciones de impuestos para perceptores de ingresos bajo y medio, que irían al consumo, ayudarían a crear empleos en forma expedita. Con todo esto, 2009 será un año catastrófico, pero se podrá abrir la vía de la recuperación para 2010 y más allá.

No ha sido desterrado, empero, el riesgo de que termine imponiéndose el Wall-Street voodoo. Con el espantapájaros de la nacionalización, Geithner y Summers desean que el gobierno se limite a absorber los activos tóxicos de los bancos y permita a sus ejecutivos, responsables de la crisis, manejarse con un mínimo de regulación. Anclados en las viejas ideas, piensan que liberados, a costa de los causantes, de las pérdidas financieras que provocaron, serán capaces de volver a autorregularse con éxito.

Krugman no aborda los aspectos internacionales de las acciones contra la crisis, más allá de reconocer su necesidad.

Dado el triste historial de la cooperación para el desarrollo y habida cuenta de las reticencias claramente manifestadas en la Unión Europea para adoptar políticas conjuntas, simultáneas y congruentes –que apenas en recientes fechas parece empezar a superarse– todo indica que la mayor parte de 2009 se consumirá en la laboriosa búsqueda y negociación de consensos sobre posibles acciones internacionales coordinadas, tanto en el plano financiero como, con un grado mayor de dificultad para configurarlos, en el de estímulos efectivos al crecimiento de la economía real, mediante nuevos enfoques de las políticas de comercio exterior y diversificación y complementación industrial. Este 2009 será un año en que las diversas políticas nacionales se instrumentarán sin coordinación y se requerirá una buena dosis de buena suerte para impedir que se contrarresten unas a otras.

Para evitar que el abismo entre expectativas y realidades, en Estados Unidos y otros países, parezca irremediablemente insalvable, se requiere combinar las acciones efectivas en el corto plazo –como las ampliaciones de gasto y las reducciones de impuestos que propone Krugman– con programas de largo aliento. Para Estados Unidos propone la reforma estructural del sistema de salud.

Para México, más allá de la profundización de las tímidas políticas de reactivación anunciadas, ¿podría pensarse en la generalización del seguro de desempleo o en el establecimiento de un programa de renta básica universal? Tenemos que generar nuestras propias expectativas, a fin de elevar la presión social para transformar las realidades.

 
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