Sólo un sueño
En 1999, en pleno fervor milenarista, el director británico Sam Mendes propuso en Belleza americana (American beauty), una visión muy ácida del desencanto conyugal y de la multicitada crisis de valores de la sociedad estadunidense. Con un guión de Alan Ball (creador de la serie televisiva Six feet under) e interpretaciones notables de Kevin Spacey y Annette Bening, este retrato inclemente de una descomposición familiar obtenía al año siguiente el Oscar a la mejor película. Nueve años después, Mendes elige adaptar una novela estadunidense de los años 70, Revolutionary Road, de Peter Yates, uno de los mejores cronistas de una época en que la sociedad de la posguerra parecía, a los ojos escépticos de novelistas y dramaturgos, un terreno baldío en materia de espiritualidad y ambiciones. 1961, año de la publicación de la novela citada, es también cuando Edward Albee propone el retrato inclemente de una crisis conyugal en ¿Quién teme a Virginia Woolf?, obra teatral llevada a la pantalla cinco años más tarde por Mike Nichols. El temor compartido de la pareja Martha (Elizabeth Taylor) y George (Richard Burton) era tener que sobrellevar una vida sin sólidos asideros morales, privada totalmente de ilusiones. El temor parecía ser ampliamente compartido por buena parte de la población en lo que también se llamó entonces la “era de la ansiedad”.
Sólo un sueño describe esa sociedad y se concentra en el proceso de desintegración de una pareja, Frank y April Wheeler (Leonardo DiCaprio y Kate Winslet) que pareciendo tenerlo todo (casa, trabajo, hijos, armonía doméstica), experimenta la tentación de dar el gran salto, dejar atrás la rutina y el confort estandarizado, abandonar amigos, tomar un barco y probar fortuna en París (emblema de una hipotética liberación compartida). Cumplir finalmente ahí algún sueño de juventud, imposible de realizar en el universo robotizado que Sam Mendes describe como una sucesión de rutinas (traslados masivos por tren del hogar al trabajo y viceversa, promesas de ascenso laboral, adulterios insípidos, simulaciones, mentiras, cigarros, bebidas, conversaciones estériles, homogeneidad en el vestuario y las conductas). Frank y April parecen vislumbrar ese horizonte de decadencia radical que viven George y Martha, la pareja alcoholizada en la obra teatral de Edward Albee.
Un personaje notable, John Givings (Michael Shannon, nominado al Oscar como mejor actor secundario), hombre con severos problemas mentales, recién salido del manicomio, se transforma en la conciencia perturbadora de la pareja, el único ser capaz de entender, con lucidez delirante, el “vacío desesperanzador” que los acecha y del que infructuosamente intentan huir. Es él quien presencia con mayor agudeza el tránsito del matrimonio de una normalidad precaria al desequilibrio absoluto, del amor conyugal al desprecio, del envalentonamiento romántico a la humillación y la derrota. Sam Mendes presenta su película como una puesta escénica, un teatro de crueldad apenas distinto del de Edward Albee, con todos los componentes de esquizofrenia, misantropía y veneno que pueden apoderarse de un hombre pusilánime y de una mujer paulatinamente desconectada de la realidad que le rodea. Sin duda, una visión pesimista, con pocos matices dramáticos, de no ser la catarsis del exceso y la estridencia en ese colapso conyugal que se impone como un reality show indetenible. De igual modo que el director británico no admite coartadas sentimentales ni sicológicas, tampoco su exploración del universo social rebasa los límites de la caricatura ni evita el trazo acelerado. En poco tiempo transita de una complejidad dramática al sicodrama clásico de los años 60, con el riesgo de precipitarse en él irremediablemente. Con todo, la película conserva acentos de autenticidad en la entrega actoral de Kate Winslet y DiCaprio, y del formidable Michael Shannon. Tal vez no sea esto suficiente para un cinéfilo exigente, pero es algo mucho más sólido que lo que Hollywood acostumbra premiar cada año, y ciertamente más interesante.