Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 11 de enero de 2009 Num: 723

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

El primer Elizondo
RAÚL OLVERA MIJARES

Pancho Villa sí conquistó Columbus
IGNACIO SOLARES

Seabra y la diplomacia cultural
RODOLFO ALONSO

Vaz Ferreira: filosofar sin pretensiones
ALEJANDRO MICHELENA

Roberto Bolaño: los exilios narrados
GUSTAVO OGARRIO

Milorad Pavic: el rompecabezas imperfecto
JORGE ALBERTO GUDIÑO HERNÁNDEZ

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA


Directorio
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EXPLORACIÓN, TRÁNSITO Y HALLAZGOS

RAÚL OLVERA MIJARES


¿Águila o sol?,
Octavio Paz,
Fondo de Cultura Económica,
México, 2008.

Prosa y verso, dos divisiones del discurso literario en Grecia que aparecieron –tan tardía o tempranamente como se quiera– acaso en la edad de Pericles. Los filósofos y los historiadores fueron los primeros en abandonar la forma polisémica del poema –rica en significados pero anfibológica– para escribir de continuo e intentar diagramar el pensamiento. En un principio ambas cosas eran una y la misma, la parte media en la historia de Occidente –casi veinte siglos– presenta algunas variaciones y ahora, en los umbrales de una nueva era, los extremos vuelven a juntarse. La hibridación de géneros, los conceptos de prosa poética y poema en prosa, la brevedad en los textos que ha hecho irrupción hasta en la red hacen borrosas las antiguas divisiones.

En 1951 Octavio Paz publicó un curioso volumen, ¿Águila o sol?, dentro de la colección Tezontle del Fondo de Cultura Económica. Ya desde el título, la obra de 102 páginas intriga al lector. ¡Bautizar un libro con una frase interrogativa tan aparentemente banal! La moneda que se lanza al aire, el consabido peso mexicano con el escudo nacional y la efigie de algún prócer. ¿Águila por prosa y sol por poesía, o es más bien al revés? En una zona limítrofe entre los reinos de la naturaleza, el animal y el vegetal, a guisa de virus, los textos de Paz desafían al lector de hoy. Escritos en una época de gran efervescencia mental para el autor, los años de composición de El laberinto de la soledad (Cuadernos Americanos, 1950), marcados por la búsqueda de nuevos caminos, tanto en la expresión como aquellos más prosaicos y estratégicos para medrar en la vida.

Sin empachos de casticismo, pretensiones de prosa de la más granada ni amaneramientos poéticos de ninguna laya, Paz acomete una escritura clara y profunda, a un tiempo que hunde sus raíces en el substrato de los lagos secos de la antigua México-Tenochtitlan. El poeta mira en su interior, escudriña el suelo donde tiene posadas sus plantas, se examina a sí mismo, vuelve a la infancia. Dicha introspección –que no tiene poco de freudiana– torna aún más tortuosa la escritura. El lector se alegra cuando puede hallar un cuentecito a su alcance, como el de “El ramo azul”, comprendido en la parte media del libro, “Arenas movedizas” –siendo las otras dos, “Trabajos del poeta” y “ ¿Águila o sol?” –, narración en que a alguien le quieren sacar los ojos por azules, tema abiertamente surrealista y kafkiano. El poeta no podía desentenderse de los ecos de su tiempo, de las influencias que en la narrativa flotaban en el aire. “Mi vida con la ola” constituiría otro ejemplo, donde un hombre es perseguido por una ola, regalado con sus arrumacos aunque también asfixiado por sus exigencias, que volverán la convivencia insoportable y habrán de conducir a un dramático desenlace.

Los textos narrativos más claros –pues abundan las estampas, los pensamientos, los poemas en prosa– no son empero cuentos, en el sentido moderno del concepto, sino más bien relatos tradicionales, no privados de una atmósfera densa, casi fangosa; la del arqueólogo que emprende una excavación en el subsuelo húmedo del pasado azteca. Paz seguramente sabía qué nota explotar para ser el mexicano –por antonomasia– en el exterior, en vista de los grandes premios que avizoró y que, por cierto, llegaron. Exornado con dibujos de Rufino Tamayo –tanto en la portada como en el interior– el volumen conserva un atractivo y una frescura poco usuales, aunque la prosa paciana de esos años refleje algo de rigidez, de demasiado cerebral, de mecánico, que no acaba por seducir al lector. Veinte años después, en los setentas, tras la experiencia de la India , una nueva mujer y ciertas lecturas claves, Paz va a ser capaz de escribir El mono gramático, verdadera cumbre de la prosa poética –más que del poema en prosa. Los años harán que su pluma se vuelva ágil y amena, hallando las fórmulas de esa maniera abbreviata, cuajada de contrastes, elipsis y sugerencias, que habrá de caracterizar su vena ensayística –la otra de sus grandes aportaciones junto a la poesía. Ser narrador y prosista fino no es, sin más, una de las cosas que se le diera a Paz –ni tampoco otras como escribir teatro ni novela larga. ¿Águila o sol?, obra de exploración, de tránsito, no carente de ciertos hallazgos, como “Hacia el poema”, ristra de aforismos que cierra el volumen, forma de la prosa breve más afín a la poesía, dominio natural del autor.


EL ESTILO COMO LEGADO

PABLO SOL MORA


Memoria para el olvido. Los ensayos de Robert Louis Stevenson,
R. L. Stevenson,
Fondo de Cultura Económica/Siruela,
México, 2008.

La ambigua fama de Stevenson como narrador –cifrada casi en un solo libro al que, si bien sería difícil negarle su condición de clásico, no se le deja de juzgar con cierta condescendencia como literatura juvenil– ha opacado largamente su labor como ensayista. Y, sin embargo, Stevenson es uno de los mejores ensayistas en lengua inglesa, idioma que el género, luego de un deslumbrante nacimiento en los dominios del Señor de la Montaña , pareciera casi haber adoptado (por qué el creador del ensayo encontró sus mejores descendientes al otro lado del Canal de la Mancha y no en su patria es cuestión sobre la que no voy a elucubrar aquí). El temperamento alegre y optimista expresado a lo largo de su obra tampoco ha contribuido a que se le tome en serio: ¿quién era este ingenuo, más parecido a ratos a un niño que a un adulto, que se la pasó predicando la felicidad y el valor?

Stevenson nació en Edimburgo en 1850, hijo de una familia de constructores de faros. Su abuelo había sido amigo del novelista Walter Scott, nacido en la misma ciudad. El joven Robert estaba destinado a continuar el oficio familiar, pero su precaria salud e intereses más apremiantes lo desviaron de ese camino. Abandonó la ingeniería y decidió estudiar leyes, que luego abandonó también para dedicarse por completo a las letras. Se le juzgaba, según confiesa, “el modelo de la pereza”, ardua ocupación que no consiste, como suponen quienes no saben ejercerla, en no hacer nada, sino en no hacer nada reconocido y sancionado por la sociedad como útil y lucrativo, y a la que dedicó uno de sus mejores ensayos (“Apología de la pereza”). Stevenson fue diagnosticado muy joven con tuberculosis y, a partir de entonces, su vida se convirtió en una vertiginosa carrera contra la enfermedad, carrera que sabía perdida de antemano, pero que justamente por eso lo hizo abrazar la vida con lucidez y determinación. En 1876, en Francia, adonde había sido enviado por los médicos, conoció a una mujer estadunidense de la que se enamoró y a la que tiempo después, contra todos los que preocupados por su salud le desaconsejaban el viaje, fue a alcanzar a Estados Unidos. Casado con ella, regresó a Europa y por esas fechas publicó por entregas La isla del tesoro . Tras la muerte de su padre, volvió con su familia a Estados Unidos y, siempre en busca de un mejor clima, viajó entonces a los Mares del Sur, a Samoa, donde se instaló entre los nativos. Éstos lo bautizaron como Tusitala, que significa “el contador de historias”. Allí murió, finalmente, en 1894, a los cuarenta y cuatro años. Los últimos versos de su epitafio, compuesto por él mismo, rezan: “Aquí yace donde quiso yacer:/ de vuelta del mar está el marinero;/ de vuelta del monte, el cazador.”

Stevenson era un romántico, pero un romántico de la especie más rara: risueño, feliz, optimista. No desconocía la melancolía y la tristeza (al contrario, entrevió demasiado bien sus abismos), pero pronto resolvió tomar un decidido partido por la alegría. En sus circunstancias, esto resulta doblemente admirable. Un espíritu más débil –y no sin razón– habría optado por el pesimismo y la desesperanza; no este joven y valiente escocés. En “Aes triplex”, uno de sus ensayos más representativos, escribe: “El valor y la inteligencia son las cualidades de más valía para la educación de un buen hombre; la primera parte de la inteligencia es reconocer nuestro precario estado en la vida, y la primera parte del valor es no amedrentarse en absoluto por ello.”

Stevenson apostó siempre por la vida y sus placeres: la conversación, el humor, el juego, el amor, el viaje, el aire libre. Esta es la filosofía que despliega en sus ensayos y en la que radica su mayor encanto. Leer a Stevenson es como conversar con un amigo inteligente, contemplar un paisaje extraordinario o escuchar una gran sinfonía. Él no exigía menos de ese complejo acto: “En todo aquello susceptible de recibir el nombre de lectura, el proceso tiene que ser absorbente y voluptuoso; tenemos que deleitarnos con el libro, embelesarnos y olvidarnos de nosotros mismos, y acabar la lectura con la cabeza rebosante del más abigarrado y caleidoscópico baile de imágenes, incapaces de dormir o de tener un pensamiento continuado.”

En un prolijo ensayo sobre Walt Whitman, Stevenson delineó la misión del poeta al tiempo que criticaba el automatismo con el que vivimos la mayor parte de nuestras vidas: “La reiteración de cosas sin importancia tiene algo que atonta. Y sólo en contadas ocasiones podemos elevarnos para mirar más allá de las preocupaciones cotidianas y comprender los estrechos límites y las grandes posibilidades de nuestra existencia. El deber del poeta es provocar esos momentos de visión lúcida.” Ese es justamente el efecto que provocan sus mejores ensayos. Tras su lectura, el mundo parece más ancho, la vida más rica y generosa. Quizá más importante aún es observar que Stevenson no se limitó a predicar, pues su breve y valerosa existencia es la ilustración su doctrina.

Ahora bien, la eficacia y la persuasión de la prosa de Stevenson no radican en sus nobles ideas, sino en su estilo. Esmerado discípulo de Flaubert, fue siempre un perseguidor de le mot juste . “El estilo –apuntaba– es la marca invariable del maestro; y para el aprendiz que no aspira a ser contado entre los gigantes, es, a pesar de todo, la cualidad en la que puede adiestrarse a voluntad.” No estoy seguro de esto último, pero sí de lo primero. El estilo, fundamental para cualquier escritor, lo es particularmente para el ensayista, en el que debe llegar a confundirse con él mismo. Un verdadero ensayista es, ante todo, una voz personal, un tono, un registro: un estilo. Es también, desde Montaigne, una ética y un arte de vivir. El de Stevenson –hecho de bondad, inteligencia, alegría y coraje– es su mejor legado.



Yo no canto, Ulises, Cuento. La sirena en el microrrelato mexicano,
Javier Perucho (estudio, recopilación y bibliografía),
Ediciones Fósforo/Consejo para la Cultura y las Artes de Nuevo León,
México, 2008.

Es ésta “una cuarentena de invenciones sirénidas de autores mexicanos, que inician con Alfonso Reyes y que culminan con las generaciones nacidas en los años setenta”. Como ha de constatarse al efectuar la gozosa lectura de este volumen, la persistencia, el buen tino y la acuciosidad mostradas en su labor han convertido a Perucho en un indispensable antólogo y estudioso de las piezas de brevedad literaria que algunos llaman microrrelato, otros relato hiperbreve y otros, como él mismo, cuento jíbaro.



Del libro, con el libro, por el libro... pero más allá del libro,
Juan Domingo Argüelles,
Ediciones del Ermitaño,
México, 2008.

Columnista de este suplemento y colaborador asiduo de otras publicaciones, Argüelles aborda, como lo ha hecho anteriormente de muy atinada manera, el hecho mismo de la lectura y sus múltiples ramificaciones culturales, sociológicas, pedagógicas, etcétera. Aquí se reflexiona, entre muchas otras cosas, “sobre frases hechas, reiterativas, en que se ensalzan los poderes mágicos de la lectura”.



Los argentinos no existen,
Luis Arturo Ramos,
Ediciones y Gráficos Eón,
México, 2008.

Afirma el anónimo autor de la cuarta de forros que esta nueva entrega literaria del autor es “una sólida novela corta inscrita dentro de los cánones del género negro que, sin embargo, parodia con mordacidad la simpleza argumental que ha alcanzado la novela policiaca en México”. Si en efecto es así, como el lector podrá certificar o negar, no es asunto menor para una literatura que, por momentos, pareciera autoparodiarse sin siquiera notarlo.



¿Qué edad cumple la luz esta mañana?,
Orlando González Esteva,
Fondo de Cultura Económica,
col. Tierra Firme,
México, 2008.

Cubano de nacimiento y radicado en Estados Unidos desde principios de la década de los años sesenta, González Esteva es considerado como poseedor de “una voz única en la literatura latinoamericana” que “ha cubanizado el orbe; es decir, que ha tomado el mundo cubano como crisol de analogías”. Confírmelo el lector con este volumen de poemas agrupados bajo un título irresistible.