Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 7 de diciembre de 2008 Num: 718

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HUGO GUTIÉRREZ VEGA

El interminable éxito de Disney
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Vivir en otra lengua
RICARDO BADA

Rubén Bonifaz Nuño a los ochenta y cinco
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Bonifaz Nuño en Nueva York en 1982
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LA FURIA DEL LENGUAJE POÉTICO

CLAUDIA HERNÁNDEZ DE VALLE-ARIZPE


El espacio vacío,
Miguel Angel Muñoz,
Conaculta,
México, 2008.

Hace mucho tiempo leí que el trabajo del artista plástico y del poeta son los más parecidos, al menos, en el proceso creativo. Me impresionó cobrar conciencia, a partir de esa lectura, del hecho de que el poeta y el pintor trabajen solos más que otros artistas. Esa soledad en la que se ven inmersos me ha llevado a plantearme interrogantes diversas: ¿Elegimos esa soledad quienes escribimos; eligen esa soledad quienes dibujan, quienes pintan? Y si es así, ¿por qué? A veces me he respondido que debe ser por la necesidad de silencio. El silencio es la esencia del poema. El silencio que media entre las palabras le es tan vital, tan sonoro e ineludible, como lo es para todo lienzo. También lo es para la música. Por algo dijo Mozart que “la verdadera música está entre las notas”.

Mi interés por este tema ha ido creciendo en la medida en que han llegado a mí libros como Lenguaje y silencio, del gran humanista George Steiner, quien con lucidez ha reflexionado sobre la naturaleza de la palabra y los límites del lenguaje. En algunos de los ensayos de este libro, Steiner habla de la elección del silencio, de las tentaciones del silencio y de la reevaluación del silencio, “como uno de los actos más originales y característicos del espíritu moderno”.

¿Por qué relacionar a George Steiner y la naturaleza del silencio en el arte con El espacio vacío, el libro de Miguel Ángel Muñoz? Pues porque siempre resulta emocionante constatar que hay ideas que, aun encontrándose en libros de autores distintos, pueden ser eslabones de una misma cadena del pensamiento.

Leo el libro de Miguel Ángel Muñoz, recientemente publicado por la Dirección General de Publicaciones del Conaculta, rastreando la palabra silencio, y me doy cuenta de que le concede una importancia clave, hasta convertirla en uno de los hilos conductores de sus textos de crítica de arte. Me asalta la palabra silencio en muchas de sus páginas, pero no cualquier silencio, sino “El gran silencio de la pintura” que sabe advertir y escuchar en la obra de Albert Rafols Casamada, y que en Francesc Torres desdobla con esta imagen: “Perder la razón se ha vuelto enigma y ese enigma es el llamado al silencio” (en referencia a una instalación del artista catalán titulada, justamente, Perder la cabeza) o bien, en el ensayo dedicado a Esteban Vicente, en el que escribe: “El silencio es absoluto.”

Al terminar de leer el libro busco en George Steiner los vasos comunicantes. Y casi de inmediato, en el ensayo titulado “El silencio y el poeta”, leo lo siguiente: “Así como el espacio vacío forma parte deliberadamente de la pintura y la escultura modernas, así como los intervalos silenciosos forman parte integral de una composición de Webern, así los vacíos de los poemas de Hölderlin, especialmente en los últimos fragmentos, parecen indispensables para la culminación del acto poético.”

Pues bien, ese espacio vacío de Steiner es, asimismo, el espacio vacío del que se ocupa Miguel Ángel Muñoz, y que da título, justamente, a su libro. Se trata de un espacio que no se entiende sin los conceptos de límite, de forma, de ritmo y silencio. Tampoco se entiende sin el trazo, sin la línea, sin el color; elementos de primer orden en su análisis del signo –como duda– y de la traducción de ese signo, de muchos signos, en la obra de los artistas que admira.

Se trata también de un libro que se aventura en la comunión de dos lenguajes: el pictórico y el poético (sus dos pasiones), descubriendo la correspondencia entre lo que él llama el flujo de la poesía y el reflujo de la pintura. No en vano se apoya en la palabra de grandes poetas, como Octavio Paz e Yves Bonnefoy, dejándonos claro que la poesía es un signo en el espacio y en la forma.

El espacio vacío es un libro emocionado que, por lo tanto, emociona. Privilegia los sentidos y se lanza, se deja caer sobre sus propios hallazgos, a partir de visiones que sólo la contemplación amorosa de una obra de arte despliega.

Creo que en este libro todos los textos son buenos; son distintos entre sí, como distinta es la obra de Robert Raushenberg de la de Ricardo Martínez, y distinta la de José Luis Cuevas de la de Mark Rothko, pero también forman parte de un todo, ya que persiguen lo mismo: la interpretación de la experiencia estética.

Instaladores, escultores, fotógrafos y pintores –la mayoría hombres, dos o tres mujeres solamente– recorren las páginas de este libro que cierra con una sección de entrevistas a artistas y curadores, entre ellas, una muy buena a Antoni Tàpies.

Por razones personales, me gustaron más unos textos que otros. El consagrado al italiano Giorgio Morandi es, quizá, uno de los más poéticos. Me conecté con sus palabras de manera contundente: en la primavera de 2004 hice un viaje de trabajo a la ciudad de Bolonia. Fui con ilusión, no tanto por el trabajo a realizar, sino porque sabía que podía ver la obra de Morandi en un espléndido museo de esta antigua ciudad universitaria.

Recorrer las salas del Museo Morandi en la Plaza Mayor fue una experiencia sutil, casi mística, dije a mi familia, al regresar a casa. Miguel Ángel revivió en mí esa experiencia a través de las palabras bien calibradas que halló para adentrarse en el misterio del artista italiano, como cuando dice: “Que las cosas se muevan hasta casi irradiar una vaga impresión de ‘temblor', es propio de quien mira la realidad con la alucinada visión de un místico.”

El otro texto que me asombró fue Robert Raushenberg: el desafío constante. En agosto de 2002 fui a ver una exposición del artista estadunidense en el Museo Maillol, en París. Me fascinó. Compré el catálogo. La razón no es una sola, pero sí fue un cuadro el que me atrapó como pocas veces me ha sucedido. Me quedé mirándolo durante largo tiempo. Se llama Stage Fright (Pánico escénico) y es un acrílico y pátina sobre latón; una obra de 1990, colección del artista, en tonos ocres, dorados y cafés, con reflejos en verde metálico. Un escenario con un simio al centro: aterrado, detenido, pero en movimiento, a punto de irse para siempre, pero con la mirada fija en algo que lo detiene. Como él, quería pero no podía irme.

Leo estas líneas con las que Miguel Ángel concluye su texto dedicado a Raushenberg: “Una parte de París, después de varios años de mi encuentro con Raushenberg. Solo ante un cuadro suyo en el Museo Maillol, escribí un poema que el espacio pictórico generó. Quisiera concluir con él este texto, como testimonio de complicidad.” Y luego transcribe el poema. Cuando leí esto pensé: puede ser que, aunque no señale la fecha, Miguel Ángel haya ido a ver esa misma exposición, porque fue en el mismo museo y en la misma ciudad. Y puede ser que también se haya emocionado con Pánico escénico, o quizá con otro, el colocado en el muro vecino, o tal vez con el de un tapir en la noche. Lo importante, me digo, es que sin importar qué cuadro haya sido, estuvimos en ese mismo espacio hace seis años, y el impacto fue tal, que nos llevó al poema: al que él escribió y al que yo me dije que iba a escribir entonces y que todavía no escribo, pero tengo en la cabeza.

Un libro de filosofía, como un libro de crítica de arte vale –en mi opinión– en la medida en que nos revela algo importante, algo trascendente que nos haga mirar y entender de un modo nuevo la realidad; también cumple con su función si –además de situarnos en corrientes, estilos, propuestas del arte– nos lleva a establecer analogías y a hacer que corra energía eléctrica por los cables. En mi caso, todo ello se cumplió al leer El espacio vacío.



Pasiones de El chirrión y el palito,
varios autores,
El chirrión y el Palito,
México, 2008.

De distribución gratuita, con prólogo de El Fisgón y con portada y contraportada a cargo de la monera Cinthia Bolio, aparece esta colección de ocho cuentos ilustrados; siempre comenzando por el escritor: Guzmán Wolffer/Haro Sauza, Román/Frik, Rocha/Coral, Lottini/Peláez, Vega-Gil/Arau, Flores Peñafiel/Hernández Fuentes, Pacheco/Betteo, y Ruiz/Heredia.



Íngrima ...en pos del sentido...,
núms. 1 (abril) y 2 (agosto),
México, 2008.

De periodicidad cuatrimestral, hace ocho meses vio la luz el primer número de esta revista, dirigida por Josu Landa, cuyo tema principal es “los valores éticos”, mientras que el del segundo número es “el placer”. En ese mismo orden, se presentan textos de Eugenio Trías, Eduardo Milán y Gilberto Guevara Niebla, así como de Elsa Cross, Ernesto Priani, Armando Rojas Guardia y Leticia Flores Farfán.



Blanco Móvil,
núm. 108,
verano,
México, 2008.

Este número de la ya añosa publicación que dirige el colega editor y poeta Eduardo Mosches, está dedicado a la relación de dos que mucho se han acompañado: el tabaco y la literatura. Entre muchos otros, y aparte de las ilustraciones a cargo de Felipe de la Torre , textos de Amancio, Bravo, diez, Fernández Granados, Kozer, Langagne, Milán, Peri Rossi, Samperio y Trujillo.



La Palabra y el Hombre.
Revista de la Universidad Veracruzana,

tercera época,
núm. 6,
otoño,
México, 2008.

Amén del dossier central dedicado a las figuras magnéticas del escultor Rafael Villar –fotografías acompañadas con un texto de Leticia Mora–, el más reciente número de la revista de la UV contiene, entre otros, textos sobre Jean-Marie Lassus, Sousa, Eugenio Montejo y Sergio Pitol, así como un cuento del turco Cemil Kavucu.



Los Perros del Alba,
núm. 1,
julio-octubre,
México, 2008.

“En resumen, toda literatura es una carta de amor –o desesperanza- por mi generación.” Con este epígrafe de Roberto Bolaño, incluido a manera de subtítulo de la propia revista, sus creadores –Anuar Jalife y David Ortiz– ponen de manifiesto su inclinación por un estilo literario y una poética en particular, al tiempo que de algún modo definen lo que contiene este primer número y lo que podrán contener los próximos. Guanajuatense de origen, su selección de autores no tiene limitantes geográficas ni temáticas.



La región más transparente,
Carlos Fuentes,
Alfaguara,
México, 2008.

Con motivo de los ahora celebradísimos ochenta años de vida del autor de Agua quemada, este sello editorial se ha dado a la tarea de relanzar ciertos títulos indispensables de un autor insoslayable, como es el caso de ésta, sin duda su mejor novela, cuyo título, en boca de una secretaria de Educación que sólo será recordada por esa pifia, perdió la región y se convirtió en ciudad.