Usted está aquí: domingo 30 de noviembre de 2008 Cultura Entre actitudes y actitudes

Bárbara Jacobs

Entre actitudes y actitudes

Al llegar al consultorio vi de espaldas al especialista. Estaba inclinado sobre el mostrador de la recepción mientras sostenía un diálogo telefónico en el que patología y derivados eran los términos comprensibles y recurrentes. Con las ayudantes, yo, única paciente en la sala de espera, y, en particular, un señor de pie a la izquierda del médico, por fuerza escuchábamos. Aun cuando cada uno, según la información o el interés o la intuición añadidos con que fuera que contáramos, estaríamos armando nuestras propias deducciones a partir de lo que oíamos de uno de los dialogantes de dicha conversación, puedo asegurar que todos los presentes coincidiríamos en advertir que el tema bajo discusión era delicado y grave.

Cuando el doctor colgó el auricular, el hombre a su lado, con el derecho que su sola presencia parecía darle, le preguntó cuándo contaría con los resultados. El gastroenterólogo le aseguró que al día siguiente y, a las sucesivas preguntas que el interlocutor le fue formulando, le dio explicaciones y le detalló posibilidades que, por más precisas y profesionales que sin duda fueran, no aparentaban satisfacerlo, pues insistía en querer indagar y en externar sus comentarios personales.

Sus intervenciones eran tan frontales, tan claras y en un momento dado incluso tan desaprensivas, que daban a entender que quien padecía el mal en cuestión era un tercero y no cercano a su afecto, pues resultaba demasiado insólito que, de ser él el propio sufriente, en el acto pudiera ser capaz de desprenderse de sí mismo lo suficiente como para hacer consideraciones por completo despojadas de incertidumbre o de dolor. Sin embargo, por alguna risita que se le escapó, y especialmente por el énfasis con el que sin que se le solicitara afirmó su confianza tanto en los cirujanos del país como en su tecnología, sospeché que, por sorprendente que pareciera, el hombre no sólo se refería a sí mismo, sino que su soltura y atrevimiento no podían ser más que máscaras de pánico cuando no de indignación, pues no es muy común recibir la impresión, o su atisbo, de que uno es la víctima de semejante golpe, o simplemente de que está por morir.

Con la mayor discreción posible, lo observé con atención, desde el ángulo diagonal que me permitía la perspectiva del asiento que ocupé unos pasos detrás de él. Por su pelo canoso no era desatinado aventurar que se trataba de un sesentón; era blanco de estatura media; era delgado en vías de convertirse en flaco; por su aspecto despeinado y desgarbado, por su ropa informal, lo más factible era que se dedicara a alguna de las artes, o que fuera un científico o, en última instancia, un oscuro investigador o profesor universitario. La mochila arrinconada en la banca frente a mí, abierta y, según podía verse, rellenada con libros y papeles, sustentaba estas impresiones, por otra parte tampoco muy perspicaces. Se expresaba con un nivel de lengua superior, con el acento local de la ciudad de México más educada.

Antes de despedirse, quiso comunicar al cirujano que, si en conclusión debía o, esperablemente, podía someterse a cirugía, quizá para él lo más conveniente habría de ser volver al país en el que vivía, en el cual, por cierto, se encontraba su esposa, y en donde, por tanto, la convalecencia a él le resultaría más apropiada. Además añadió que la Clínica Mayo, en su ciudad de residencia, le podía ofrecer las radiaciones y la quimioterapia que, seguramente, seguirían a la operación.

En eso me pasaron a consulta y ya no vi al enfermo saliente. Dado que las circunstancias habían ocasionado que, junto con el personal de esa oficina de médicos, yo hubiera participado de semejante verdad de otro ser humano, finalmente desconocido para mí, me atreví a preguntar al doctor su más desapegada opinión del caso. “Padece cáncer de estómago.” “Tomó con valentía el diagnóstico”, comenté. “No sé; siente que se tardó de más en averiguar la naturaleza de su mal.”

 
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