Usted está aquí: viernes 21 de noviembre de 2008 Opinión Una mujer extraordinaria

Laura Lara *

Una mujer extraordinaria

A Josu, Diana y Alexandra, con todo mi cariño y agradecimiento

Anabel Ochoa llegó a México procedente de Bilbao, País Vasco, España, en 1987. Vino con su marido, el crítico de arte Josu Iturbe; su pequeña hija Diana, de 8 años, y una mano por delante.

Anabel y Josu escogieron por azar México para vivir, o eso es lo que dicen. Pero quienes no creemos en el azar sabemos que Anabel tenía que venir a este país a cumplir la misión de su vida, no podía ser de otra manera.

Con el look punk de los años 90, Anabel y Josu pidieron trabajo en varias revistas y periódicos de la ciudad de México. Anabel fue rechazada decenas de veces, pues en aquel entonces, cuando la palabra “sexo” todavía causaba urticaria, los medios de comunicación le decían que “no podían publicar un artículo tan fuerte”.

Fue el trabajo de Josu, como crítico de arte, el que los sacó adelante en esos días difíciles de migración y poca aceptación por sus ideas revolucionarias y vanguardistas.

En una ocasión, Anabel fue invitada a un programa de la XEW que presentaba una mesa sobre sexología. La voz potente, inconfundible y casi masculina de Anabel Ochoa atrapó a los radioescuchas, quienes comenzaron a llamar para felicitarla por sus valientes y certeros comentarios. Al finalizar su participación, un productor salió a su encuentro para preguntarle si quería hacer una prueba para un programa semanal. De ahí surgió otra oferta de trabajo, otra y otra… hasta que ella presentaba un programa de dos horas diarias, transmitido tres veces al día en distintos horarios, y en el cual no había invitados, pues sus radioescuchas sólo querían la voz de la doctora Anabel Ochoa.

Precisamente esa voz potente, la inteligencia de su palabra y ese valor sin cortapisas fueron lo que atrajo la atención del productor de teatro Morris Gilbert, quien una madrugada, al sintonizar la radio mientras salía de una obra de teatro, la escuchó.

Gilbert acaba de comprar los derechos de una famosísima obra en Europa, Monólogos de la vagina, en la que tres mujeres hablaban, desde lo más profundo de su ser, de cómo se sentían con respecto de la sexualidad que les había tocado vivir. Morris no lo dudó: Anabel tenía que interpretar uno de los tres papeles.

Desde su estreno, en 2000, hasta la semana pasada en que se presentó con la obra en la ciudad de México, Anabel fue la única actriz que jamás salió de la cartelera. En México, presentar Monólogos de la vagina sin ella era simplemente impensable.

Publicó más de una decena de libros para guiar a los lectores en todos los aspectos acerca de la sexualidad, desde los más lúdicos hasta las perversiones y enfermedades más severas. Así como una novela, El Conversador y otros relatos, su libro consentido, pues, como ella lo dijo, “aquí no estuvo la doctora, sino la novelista, que es lo que siempre quise ser”.

Durante los pasados 10 años viajó por toda la República Mexicana dando conferencias. Estoy segura de que Anabel conoció mejor nuestro país que cualquier mexicano. Toda la vida estuvo acompañada, custodiada, reconfortada por su compañero, su pareja, su confidente, su mejor amigo, su marido, el también escritor Josu Iturbe. En más de una ocasión les dije a los dos –era imposible decírselo a uno solo, pues ellos jamás se separaban–: “Son la pareja más perfecta y envidiable que he conocido en mi vida”. A lo que ella contestó con esa enorme sonrisa: “Bueno, no nos hemos separado desde hace 24 años más que para ir al baño, y cuando yo entro en el escenario y Josu se queda en el camerino, la verdad es que no sabemos cómo nos hemos soportado tanto”.

Sin embargo, más allá de la profesionista exitosa, de la mujer pública tan querida, de la inigualable esposa e insuperable madre, Anabel Ochoa era uno de los seres humanos más nobles y bondadosos que he conocido en mi vida, y no lo digo porque hoy ya no esté con nosotros. Tuve la fortuna de decírselo varias veces a los ojos, aunque ella nunca se lo creía.

Podría contar decenas de anécdotas sobre sus actos de enorme corazón, pero preferiría hablar de la mujer alegre que fue, con esa extraña combinación de fortaleza y fragilidad, pues detrás de esa voz que infundía mucho respeto y algunas veces hasta temor se hallaba una mujer hecha de cristal a la que había que hablarle dulcemente, como Josu supo hacerlo durante toda su vida.

Se dedicó en los últimos años a las causas justas, a luchar por los derechos de los débiles y desprotegidos. Anabel fue de la gente que en lugar de quejarse de las injusticias del mundo, se abocó a combatirlas desde su trinchera.

Estoy segura de que miles de mujeres e incluso hombres, jóvenes o maduros, tienen que agradecer a la doctora Anabel Ochoa un consejo, unas palabras de aliento y comprensión, o el tiempo que les dedicó para escucharlos y confortarlos.

Suena enormemente desgastada la palabra extraordinaria cuando hablamos de alguien que se ha ido, pero quienes tuvieron la fortuna de conocerla no me dejarán mentir si digo que Anabel Ochoa fue una mujer extraordinaria; fue cualquier cosa, excepto alguien común. Por eso, Anabel, querida amiga, estés donde estés, brindo con una copa de champaña por tu vida, hasta siempre…

*Editora de Suma de Letras y Punto de Lectura

 
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