Usted está aquí: domingo 26 de octubre de 2008 Opinión Una Casa Blanca, negra

Boaventura de Sousa Santos *

Una Casa Blanca, negra

Es probable que el próximo presidente de Estados Unidos sea un afrodescendiente.

El significado de tal hecho es enorme y se inscribe en un proceso histórico más amplio. Las tres últimas décadas han sido de muchas esperanzas y decepciones respecto a la democracia representativa. Muchos países conquistaron o recuperaron la democracia en este periodo, pero las garantías de los derechos civiles y políticos se produjeron junto con la degradación de los derechos sociales, el aumento de la desigualdad social, de la corrupción y del autoritarismo.

El desencanto, en un momento en que la revolución no fue una alternativa creíble para la democracia, hizo que surgieran nuevos actores políticos, movimientos sociales y dirigentes, en la mayoría de los casos con pocas o ninguna vinculación con la clase política tradicional. Las Américas son un elocuente ejemplo de ello, aunque los procesos políticos sean muy diferentes de un país a otro.

En 1998, un mulato ganó la presidencia de Venezuela con el proyecto de la revolución bolivariana; en 2002, un obrero metalúrgico fue electo mandatario de Brasil y propuso una mezcla de continuidades y rupturas; en 2005, resultó presidente de Bolivia un indígena que levantó la bandera de la renovación del estado; en 2006 un economista sin pasado político llegó a la presidencia de Ecuador y planteó una revolución ciudadana; en 2006 y 2007 dos mujeres fueron electas  presidentas de Chile y Argentina, respectivamente, presentando proyectos continuistas más o menos retocados; en 2008, un obispo, teólogo de la liberación, fue electo presidente de Paraguay –poniendo fin a décadas de dominio de un partido oligárquico– a través de una alianza patriótica para el cambio y, además, a principios del próximo año, es probable que un negro llegue a la Casa Blanca con el lema: “Change, yes we can” (“cambio, sí podemos”).

Una nueva política de ciudadanía e identidad, sin duda más incluyentes, está  impregnando estos procesos democráticos, lo que no siempre significa una nueva política. Pero eso, puede ser un sol de poca duración. De todos modos, es importante que líderes surgidos de grupos sociales que en la historia de la democracia conquistaron tardíamente el derecho al voto, asuman hoy un papel preeminente. En el caso de Estados Unidos esto sucede sólo 40 años después de que a los negros se les reconocieron derechos civiles y políticos plenos.

La elección de Obama, si ocurriese, es el resultado de la revuelta de los estadunidenses ante la grave crisis económica y la estruendosa derrota en Irak, a pesar de presentarse como una victoria hasta el último momento, cosa que ya ocurrió con Vietnam. El fenómeno Obama pone de manifiesto la fortaleza y la fragilidad de la democracia en Estados Unidos. La fuerza porque el color de su piel simboliza un acto dramático de inclusión y reparación: a la “Casa Blanca de los señores” llega un descendiente de esclavos, aunque él personalmente no lo sea. La fragilidad porque los temores sobresaltan a los que hoy lo apoyan: que sea asesinado por racistas extremistas y/o que su victoria electoral, si no fuese muy amplia, sea negada mediante un fraude electoral, lo que no siendo nuevo (George W. Bush fue “electo” por la Corte Suprema de Justicia) ahora representaría un episodio más siniestro. Si nada de esto ocurriese, un joven negro, hijo de un inmigrante keniano y de una estadunidense, tendrá el papel histórico de presidir el fin del largo siglo XX, el siglo americano.

La crisis financiera, a pesar de lo grave, es apenas la punta del iceberg de una crisis económica que asuela el país y cuya resolución, cuando ocurra, no permitirá a Estados Unidos retomar el papel de liderazgo del capitalismo mundial que tuvo hasta ahora.

En nombre de la competitividad a corto plazo fue destruida la competitividad a largo plazo: disminuyó la inversión en educación y en salud de los ciudadanos, en investigación científica y en infraestructuras; aumentaron exponencialmente las desigualdades sociales; la economía de muerte del complejo militar-industrial continúa devorando los recursos que podrían ser canalizados hacía la economía de la vida; el consumo sin ahorro interno y el belicismo sin recursos propios se hicieron financiados con los créditos a terceros países, los que ya no van a seguir confiando en una economía dirigida por ejecutivos voraces e irresponsables que se atoran con lujos, mientras las empresas exhiben falencias y transforman sus pasivos en endeudamientos pagaderos por las próximas generaciones.

La Unión Europea (UE) ya llegó a esta conclusión y parece tener la intención de ocupar el lugar de Estados Unidos, a pesar de que en los últimos 20 años no llegó a ser la alumna más fiel del modelo estadunidense sólo porque sus ciudadanos no se lo permitieron. Además, mientras en sus relaciones con países de América Latina, África y Asia podrían ser socios en un nuevo modelo económico y social más justo y solidario, la UE sigue adoptando posiciones imperialistas y neocoloniales que le privan de toda credibilidad.

La transformación no pasa por la UE o Estados Unidos: tendrá que ser impuesta por la voluntad de los ciudadanos de los países que más han sufrido con los recientes desmanes del capitalismo de casino.

* Doctor en Sociología del Derecho por la Universidad de Yale; profesor titular de la Universidad de Coimbra.

Traducción: Ruben Montedónico

 
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