Usted está aquí: viernes 24 de octubre de 2008 Opinión Penultimátum

Penultimátum

■ Romanticismo redivivo

Para quien piense que el romanticismo ha muerto, y que la poesía escrita hace 200 años nada tiene que decirle a nuestros trillados oídos posmodernos, dos jóvenes dramaturgos franceses demuestran lo contrario al escenificar en París La balada del viejo marinero, el representativo poema del romántico inglés Samuel Taylor Coleridge.

El primero, Dan Jemmet, presentó hace dos años un montaje en el que intercala el poema de Coleridge con textos de Burroughs alusivos al tema, y música de Johnny Brown, ex integrante del grupo The Sex Pistols. Los tres tienen en común vidas extremas, intensas, desgarradas, no conformistas y nada ordinarias, poseídas por los delirios del opio y el amor a la imaginación. La escenografía es una vieja gasolinería abandonada, llena de llantas y chatarra. Ahí Jemmet monta un barco fantasma donde los tres emprenden un viaje imaginario al interior de la conciencia.

El segundo, Jean-Baptiste Sastre, llega a Coleridge porque hace 10 años trabajó obras de Antonin Artaud, admirador del poeta inglés, no sólo por su afición al opio, sino porque a través de la escritura había descubierto el misterio de la vida.

Sastre hace llegar a nuestra época el arte inasible de la poesía, incomprensible a la razón pero reveladora a los sentidos. Como la música que no se entiende pero se escucha. Para ello se vale de la hasta hoy insuperable versión de Alfred Jarry. Conocido en México por su clásico Ubu Rey, a lo largo de toda su obra Jarry estuvo poseído por la magia de La balada del viejo marinero, de la cual hizo varias versiones, la primera en 1893.

Se tomó libertades extremas para traducir al francés el texto original: agregó palabras, alteró el sentido de algunos pasajes, cambió los octosílabos de Coleridge por versos quebrados de 14 pies, pero conservó la rima. El ritmo y las sonoridades que agregó construyeron una obra cerrada, gótica, fantástica y fiel al carácter alucinante y obsesivo del poema original. Podríamos decir que hace de la Balada lo que Pierre Menard hizo con Don Quijote, para citar a Borges: rescribirlo, pero perfeccionado, si tal cosa es posible.

La lectura del poema corre a cargo del actor Jean-Marie Patte. Mesurado, lleno de gracia y elegancia, domina a la perfección el arte de decir la poesía, sin dramatismos al estilo Berta Singerman, la declamadora argentina de quien Carlos Monsiváis hace la mejor reseña en Amor perdido.

La escenografía en el estudio del Teatro Nacional de Chaillot: una pared de ladrillo vacía y fría. El único ornamento, una silla donde el actor (vestido con sencillez extrema) se sienta unos segundos para dar la pausa entre las siete partes que componen el poema. Y su voz es lo único que quiebra el silencio en el estudio. Un homenaje a la poesía por el que el público paga igual que por una gran puesta en escena.

 
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