Usted está aquí: jueves 23 de octubre de 2008 Opinión La Orestiada

Olga Harmony

La Orestiada

Nunca es tarde para referirse a este montaje (si no lo hice antes fue porque la efeméride del 68 me inclinó a escribir primero acerca de las escenificaciones que a ella se referían) que transitó brevemente por la capital y por Guanajuato gracias al Festival Internacional Cervantino. Volvimos a ver al director alemán Michael Thalheimer y a su Deutsches Theater en otro tratamiento a un clásico, esta vez Esquilo, en una aproximación contemporánea con una espléndida síntesis de las tres partes de que consta la única trilogía griega completa que ha llegado a nuestros días. Thalheimer y Oliver Reese eliminan muchas de las grandes tiradas del coro, la escena en que Electra reconoce a Orestes –y que suscitó la burla de Eurípides– y muchas otras, pero conserva esa cualidad tan cara a los griegos en que los personajes, aun los más transgresores desde un punto de vista actual, explican la razón de sus actos, aun los más odiosos, que han desencadenado venganza y tragedia. Así Clitemnestra puede referirse al sacrificio de Ifigenia que provocó su odio hacia Agamnenón y Egisto da cuenta del horrible origen de la maldición a los Atridas, el banquete en que Atreo hizo comer a Tiestes la carne de sus hijos. Clitemnestra venga a la hija, Egisto venga al padre.

De esa suerte se encadenan las venganzas, de las que Casandra es la única víctima inocente, como lo son todas las mujeres de Troya. Es esa cadena de sangre la que resalta en esta escenificación que actualiza, pero conserva, muchos de los rasgos del teatro griego. La escenografía de Olaf Altman recrea a su manera el esquené y el proskenion, con una mole de supuesto mármol que tiene tres niveles, en dos de ellos se desplazarán los actores, muy al frente del escenario. El coro, compuesto por un solo hombre, dice sus líneas desde atrás del patio de butacas, con lo que la acción dramática y la acción escénica envuelve por completo a los espectadores. El director alemán también respeta a los dos únicos personajes en escena del teatro esquiliano, y aunque algún otro aparece en el segundo nivel, lo hace sin hablar, respetando a los que están en el nivel más alto. Se aparta, en cambio, al ofrecer la muerte de Clitemnestra a manos de Orestes en escena, una escena manchada de sangre desde el inicio.

La estupenda Constanza Becker es una Clitemnestra que sufre de odio ante la inminente llegada de Agamnenón interpretado por Henning Vogt, y se vacía encima un cubetazo de sangre mientras escucha, y luego dialoga con, al coro. Clitemnestra que acentúa su odio ante la presencia de Casandra, el trofeo del Atrida, a la que incorpora Katharina Schalemburg, que deambula con su queja profética tras de que la reina la bañara también en sangre y escupiera en su tarro de cerveza, antes de liquidarla junto al marido. Michael Benthin es un Egisto que aduce sus razones y cuya muerte, así como la de Agamnenón y Casandra, se da oculta al público, según los cánones de la antigua tragedia. La tensión se rompe con las apariciones grotescas de Michael Gerber como el mensajero y la nodriza, contrastando con el hálito trágico que involucra a los demás personajes. Quizás una de elipsis mayores sea el encuentro del recién llegado Orestes –se elimina a Pílades– con la vengativa Electra (Las coéferas) y el enfrentamiento entre los dos hermanos muestra a una Electra, interpretada por Lotte Ohm, decidida y fiera ante un Orestes, incorporado por Stefan Konarske, que se muestra inseguro y medroso con una actitud actoral que lo aleja del joven mítico, pero que muestra su escrúpulo ante la idea del matricidio, aunque termina por aceptarla.

La otra gran elipsis corresponde a la parte final, Las Euménides, en que Orestes, perseguido por unas Euménides que no vemos, por lo que se supone que sólo lo persiguen la culpa y la soledad que serían las modernas Eríneas del matricida, se dirige a los dioses Atena y Apolo que supuestamente están detrás del público, implorando piedad y el fin de su tortura. La cadena de sangre y de venganza llega a su fin con el fin de la maldición de los Atridas en esta excepcional escenificación.

 
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