Usted está aquí: domingo 19 de octubre de 2008 Opinión Mar de Historias

Mar de Historias

Cristina Pacheco

La canción de la milpa

Conforme el cielo se oscurece las luces de las casas lejanas se van encendiendo y el eco de las voces se diluye en el paisaje que a Hilario le parece inmenso. Cuando era niño y se detenía en ese mismo cruce de caminos experimentaba una sensación idéntica, pero con alegría. Ahora que está viejo la inmensidad lo asusta. Reconocerlo le provoca una risa amarga.

Los fanales de una camioneta de redilas iluminan el camino. Hilario se mantiene atento con la vaga esperanza de que sean sus dos nietos y su hija Roberta. Lo llamó por teléfono hace cuatro semanas para decirle que ella y sus hijos regresaban a Las Eras. Después se les reuniría Erasto, a menos que pudiera conservar su trabajo en la empacadora de Farmington. Pero no hay muchas esperanzas de que eso ocurra.

La crisis económica ha provocado recortes masivos y salarios más bajos. Los mexicanos que hasta el momento han podido salvarse del desastre padecen un nuevo hostigamiento: el de los norteamericanos desplazados. A diario se presentan en la empacadora y exigen su derecho a ocupar las plazas que aún tienen los mexicanos. En esas manifestaciones de hostilidad Erasto vio señales de peligro y por eso decidió mandar a su familia de regreso a Las Eras.

Desde que recibió la noticia, Hilario ha estado esperando el momento de reunirse con su hija y de conocer a sus nietos. Nada más los ha visto en retratos y los ha oído sólo a través del teléfono. “Kenneth: mándale kisses a tu grandpa.” “Madeleine: cuéntale a tu granddaddy que te llevamos al movies y a la salida te comiste una hamburger muy rica.” Roberta dice que a sus hijos les encanta comerlas a pesar de que ella procura cocinarles platillos mexicanos. “Aquí tenemos todos los ingredientes para hacerlos, pero cuando veo que llegan cilantro o aguacates de por allá me dan ganas de llorar porque me acuerdo de cuando los comíamos en taquitos con sal.”

II

Hilario enciende un cigarro. Cada vez que aspira el humo la brasa ilumina su rostro oscuro lleno de arrugas. Sus nietos no lo conocen ni siquiera en foto porque él nunca cumplió su promesa de enviárselas. Por primera vez en muchos años le preocupa su aspecto. Viudo, no le importó que el tiempo realizara su trabajo devastador. En cuanto Roberta se casó y se fue al norte con Erasto el abandono de su persona fue total.

Se toca las mejillas sombreadas por la barba. Crecida, lastimará a Kenneth y Madeleine cuando lo besen y tal vez hasta los asuste. Para evitarlo mañana irá a “La Ponderosa” a comprarse un rastrillo. Debe estar presentable para el momento en que lleguen sus nietos. Durante seis años estuvo anhelando el momento de verlos, recorrer con ellos el campo, platicarles que cuando él era niño salía temprano con su padre para oír a la milpa despertar y cantarles.

Ahora que está a punto de que su sueño se realice, Hilario no sabe si podrá explicarles esas cosas a dos niños que nacieron tan lejos y hablan poco su idioma. Además los campos están abandonados, excepto en los terrenos que él ha seguido trabajando a pesar de que en ocasiones le faltan las fuerzas. Lo asalta la esperanza de que Erasto se interese y lo ayude a sembrar. Como hijo de campesinos su yerno sabe hacerlo pero quizá lo haya olvidado o ahora le disguste ese trabajo. Es duro, no da tiempo al descanso y se lucha contra las sequías y las heladas.

Recuerda las noches en que sus padres rezaban para que el agua no se convirtiera en hielo y no quemara la siembra. Es otra cosa que desea contarles a Kenneth y a Madeleine, pero ¿cómo? Por huir de la pregunta que no tiene respuesta Hilario se echa a andar, siempre a la orilla del camino, siempre con la esperanza de que aparezcan su hija y sus nietos. “Mis muchachitos”, dice con emoción, pero sin atreverse a pronunciar sus nombres.

III

Mientras avanza trata de imaginarse cómo será la vida que le espera. La casa se llenará de voces y él tendrá con quien conversar. No que ahora tiene que conformarse con hacerles plática a los viejos que ya no escuchan o desahogarse con Esigual, el perro que le heredaron los Melquíades y dormita mientras lo oye.

No debe hacerse ilusiones respecto de los días por venir. Roberta no le ha aclarado si ella y su marido piensan quedarse en Las Eras o permanecerán allí sólo mientras encuentran un sitio en donde haya trabajo, una clínica y escuela para los niños. Las parejas que han regresado del norte han tenido dificultades para inscribir a sus hijos que no dominan el español.

Hilario no se lo mencionó a Roberta por miedo a que ella y su yerno prefirieran instalarse en Aguascalientes. Entonces se vería otra vez solo, hablando con los viejos, con Esigual o desahogándose en el recuerdo de Fátima, su esposa. En la primera etapa de su viudez se consoló de la pérdida pensando que su mujer al menos no había visto emigrar a Roberta y a Erasto, ni cómo iban quedándose abandonados los campos, las casas, los caminos.

Ahora lamenta que Fátima no haya alcanzado a conocer a sus nietos. Aunque apenas tienen cinco y seis años, Kenneth y Madeleine traerán sus recuerdos de Farmington y al contárselo reconstruirán en Las Eras algo de la vida en Estados Unidos. Pensando en lo que se emociona Roberta cuando compra cilantro o aguacates de México, no duda que sus nietos, cuando sean adultos, llorarán conmovidos al ver aquí algo que los remita a su vida en el extranjero.

A Hilario le resulta un misterio cómo se entramarán poco a poco los recuerdos y las experiencias de dos mundos divididos por una frontera. Hace años sintió la tentación de traspasarla, de adiestrarse en trabajos diferentes a los del campo. Lo detuvo la advertencia de su padre: “Si te vas de aquí, cuando yo me muera ¿quién oirá la canción de la milpa, quién rezará para que la lluvia no se convierta en hielo?”

Llevaba tiempo sin recordar esas palabras. Lo sorprende que hayan tenido la fuerza necesaria para mantenerlo fiel a su tierra, más y más pobre cada vez que se iban otros. Cuando iba a la terminal a despedir a alguno de sus coterráneos se sentía como el hijo que permanece al lado de sus padres para cumplir la misión de cerrarles los ojos y darles cristiana sepultura.

Desde que recibió la noticia de que Madeleine y Kenneth llegarían a Las Eras, Hilario le ha encontrado otro sentido a su permanencia: conseguir que esos niños reconozcan las raíces que tienen en esta tierra y aprendan a amarla al punto de que un día logren escuchar la canción de la milpa.

IV

“Está duro el friíto, ¿no?”, le dice un hombre que pasa de largo en su bicicleta. “¡Hace!” le responde Hilario metiéndose las manos en la chamarra. Se la envió Roberta con un paisano. Ese regalo y los doscientos dólares que su hija le mandó mensualmente todo el año pasado fueron para Hilario pruebas de que su familia iba saliendo adelante y no lo había olvidado.

En enero las remesas disminuyeron a la mitad y a partir de julio dejó de recibirlas. Roberta se disculpó diciéndole que había perdido su trabajo como empleada doméstica: “Mis patrones están en problemas con la hipoteca de su casa y ya no pueden pagar mi sueldo.” A Hilario le resultó muy difícil creer que personas a las que suponía ricas tuvieran problemas de dinero.

Confió en que fuera verdad otra enseñanza de su padre: “Más tiene el rico cuando empobrece que el pobre cuando enriquece” y en que su hija encontraría un nuevo acomodo. Esto no ha ocurrido y ya no ocurrirá. Por lo que puede entender en el único noticiero que llega a Las Eras y según lo que Roberta le ha comentado, sabe que el mundo atraviesa por una terrible crisis.

Hilario está muy familiarizado con ese término. De niño lo odiaba. En labios de sus padres era evidencia de nuevas pérdidas y desastres. Jamás imaginó que al cabo de los años iba a pronunciar la palabra “crisis” con una mezcla de nuevos sentimientos: temor porque el futuro de quienes vuelven a Las Eras es muy incierto; agradecimiento porque le permite realizar su sueño: ver a su familia de vuelta en su tierra y enseñarles a sus nietos a oír la canción de la milpa.

 
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