SUPLEMENTO ESPECIAL      2 DE OCTUBRE DE 2008
DIRECTORA GENERAL: CARMEN LIRA SAADE

Los “medios de comunicación” del Movimiento

Carlos Monsiváis


Imagen inédita que forma parte de la exposición Y era nuestra herencia, que se inaugura hoy Foto cortesía Museo del Estanquillo/ Colección de Carlos Monsiváis

El Movimiento dispone de sus “medios masivos”: las marchas, las asambleas, los mítines, los manifiestos y las brigadas. Por decirlo pronto, las marchas son espectaculares, anticipos y creaciones notables de la vida ciudadana. Si a estas alturas tantos recuerdan y con tal enjundia esas marchas no es nada más por la necesidad de ennoblecer el pasado (inevitable y legítima), sino porque son una aportación innegable del Movimiento, la mezcla logradísima de responsabilidad y relajamiento. Las marchas son exploraciones de la ciudad, exhibiciones de poderío numérico, concursos discretos entre escuelas y facultades de récords de asistencia, prácticas políticas expresadas como teatro de masas. Las marchas exacerban al gobierno, y le permiten a los estudiantes instaurar el diálogo consigo mismos (el reparto de lo colectivo en lo individual). Y lo que le otorga su dimensión especial a estas demandas actuadas, es el poder de convocatoria. Ya no son las manifestaciones simbólicas o sintomáticas que el tamaño de la ciudad ahoga, y gran parte de la emoción, como suele suceder, se desprende del júbilo demográfico. Si somos tantos, nuestra causa no es ni marginal ni reprimible ni alegórica. Por lo menos en el capítulo de las marchas, el Movimiento no conoce el declive.

Si las asambleas, tan repetitivas, son un pregusto del fastidio de la eternidad, y si en los mítines sólo en contadas ocasiones se oyen en su integridad los discursos, en las marchas el Movimiento se desarrolla al otorgarse a sí mismo disciplina, vehemencia, sentido lúdico y orgullo por la persistencia y el crecimiento. Sin que jamás se olvide el maltrato a la UNAM y el Politécnico, se reafirma la ira ante quienes, al cerrarse a cualquier posibilidad de diálogo, los tratan como niños regañables o incluso suprimibles. Y las declaraciones de autonomía o de mayoría de edad súbita, se expresan a través del frenesí multitudinario, ordenado por el temor a las provocaciones, asido a las consignas básicas, y de humor ya un tanto alejado de las tradiciones de izquierda. Cada contingente sella compromisos de grupo, de escuela, de actitud. Son, por ejemplo, combativos y homogéneos los de Ciencias, Economía, Filosofía y Letras, Ciencias Políticas, la ESIME, la ESIA, la ESIQUE, las Normales. De otras facultades de historial más “despolitizado”, se reciben sorpresas, por la cantidad y el entusiasmo de los participantes. Los que estrenan disidencia se felicitan por hacerlo y se radicalizan por un tiempo o, un puñado, hasta el día de hoy. Lo más probable es que sea su única experiencia política, lo seguro es que la seguirán contando hasta el fin de sus días o de los días de los oyentes. Si en un comienzo no entienden la regla de oro de estas marchas, cifrada en el anhelo de un “relajo escultórico”, si tal cosa es posible, la aprenden con rapidez.

Sigue vigente el “¡Únete Pueblo!”, ya un tanto inútil en estos meses porque tantos participantes no pueden ser sino pueblo (Tal vez hubiese funcionado mejor un “Únete Elite”, para denotar el carácter plenamente popular de la manifestación). Hay transformaciones satíricas de la publicidad gubernamental: “Cuando todo granadero/ sepa leer y escribir,/ México será más grande,/ más próspero y más feliz”. Hay variantes de frases publicitarias: el jingle “¿Y qué es lo que queremos? La cerveza de barril embotellada”, se transforma en “¿Y qué es lo que queremos? A Corona del Rosal embotellado”. Un lema reiterado es de corte tradicional: “¡Muera Cueto!”, en honor de Luis Cueto Ramírez, jefe de la policía (contribuí, de algo debo envanecerme, con el texto de una pancarta: “Santa Madriza, patrona de los granaderos”). Y en la manifestación del 5 de agosto convocada por el Politécnico que parte de Zacatenco y termina en las instalaciones del IPN en Santo Tomás, se inicia una práctica que desconcierta. Se cuenta a partir del número uno, y llegando al 22 se hace una pausa y se grita “¡23 MUERTOS!”, con júbilo funeral no muy comprensible. Luego, ya en septiembre, de los 23 se pasa a los “¡32 MUERTOS!”, con alborozo idéntico.

¿Por qué se adopta una necrofilia tan rumbera? No porque los muertos no importen, ni siquiera porque el carácter unilateral de las defunciones abone el desprestigio histórico del gobierno, sino porque siempre alboroza cobrarle deudas a la represión. Antes, las víctimas desaparecían para siempre; ahora, así sea sin nombres, se recuerda su existencia a sus victimarios. El mecanismo es muy simple, pero no despoja al rosario luctuoso de su carácter disparatado, ni hace menos penosa la falta de investigación al respecto. Si el gobierno lo controla todo y es casi imposible averiguar con eficacia la cifra de muertos y heridos, el facilismo elige un número porque sí, y lo califica de hazaña. “¡32 MUERTOS!”, es decir, 32 pruebas fehacientes de la monstruosidad priísta. Se pudo escoger cualquier otro dígito, lo importante es afinar el resentimiento.

Estos detalles sin embargo no afectan la elocuencia de las marchas, auténticas fiestas democráticas aunque nadie entonces hubiese recurrido al término. En el grupo que apoya la idea y los manifiestos de la Asamblea de Intelectuales, Escritores y Artistas, se estudia el tono de los estudiantes porque, si no se interviene en asambleas y comisiones, importa ser testigos de primera fila del cambio de mentalidad. Una noche, en casa de Selma Beraud, le comento a Pepe Revueltas mi entusiasmo por la fibra de los estudiantes, así yo la viva a cierta distancia. Revueltas se asombra: “No te entiendo. El Movimiento nos vuelve a todos estudiantes. Tenemos que aprender desde el principio la transformación de las vanguardias. Por eso hay que proponer la autogestión”.

El sentimiento de vanguardia, sin ese término, sí que se propaga y se vuelve determinante. El lema de los estadunidenses, “Desconfía de todo aquel mayor de treinta años”, se convierte en “Desconfía de todo aquel seguro de su porvenir burocrático”. En Ciencias hay un graffitti: “La madurez es un tigre de papel”. En la Facultad de Filosofía, a instancias de Ignacio Osorio, se inaugura el “Paseo de la Momiza” para honrar los bustos de próceres de la Academia que contemplan la efervescencia de los alumnos irresponsables. Lo comentado y escrito sobre el poder estudiantil se desplaza a las asambleas, así no sea nunca la ideología oficial del Movimiento. En un volante se reproduce la cita de José Cadalso que en 1968 José Emilio Pacheco rescata en una de sus crónicas desde Europa para La cultura en México: “Cuéntese, pues, por nada lo pasado y pongamos la fecha desde hoy”.

De la defensa de la UNAM y del IPN se pasa casi sin darse cuenta, y sin método, a la demanda de la educación superior diferente por completo. Según el líder del 68 alemán Rudi Dutschke “No se puede cambiar las universidades sin primero cambiar la sociedad”. A lo que fue resistencia impulsiva y necesaria, se agregan ráfagas ideológicas que enjuician el sistema capitalista y la función social que le atribuye a las universidades. Desconfía de todo aquel sin vocación de graffitero. Afirman Dutschke y Daniel Cohn-Bendit: “Ser de extrema izquierda es politizar y actuar para destruir la estructura represiva de las instituciones”. Desde luego, esta profesión de fe nada más la comparte un sector muy reducido, que no la explica de modo convincente, pero la retórica exacerba el miedo del gobierno al cumplimiento de su profecía.

Cuéntese, pues, por nada lo pasado y pongamos la fecha desde hoy. En las asambleas y en los mítines se impone una vanidad de “clase cronológica” o como se le diga a la seguridad de que si nada se ha modificado en el país con todo y una revolución, se debe a la ineptitud o la complicidad de las generaciones anteriores, esas que, presumiblemente, ya no irán a esta marcha.

Este 2 de octubre se cumplen 40 años del movimiento estudiantil que trastocó la estructura del poder en México. Con motivo de esa efeméride, Carlos Monsiváis escribió el libro El 68: la tradición de la resistencia, que en breve será publicado. Con autorización de Ediciones Era, La Jornada ofrece a sus lectores un adelanto.