Usted está aquí: domingo 28 de septiembre de 2008 Opinión No te quiero gitana, ya no te quiero

Néstor de Buen

No te quiero gitana, ya no te quiero

De repente me acuerdo que ya hace muchos años explicaba en la Facultad de Derecho el primer curso de derecho civil que correspondía a los temas de introducción, Personas y familia. Inclusive alcancé a ser titular de la materia por un mecanismo misterioso que denominaban “concurso de méritos”.

Bien cierto es que tanto mi tesis de licenciatura como la de doctorado fueron hechas sobre temas de derecho civil.

Hace unos días me encontré en la facultad a Julián Güitrón, mi antiguo alumno en los cursos para preparación de profesores que organizó el inolvidable director César Sepúlveda. Julián, que por supuesto es doctor en derecho y titular por oposición de todos los cursos de derecho civil, lo que supongo no se ha vuelto a dar, me ratificó una invitación para participar en Cuernavaca, me parece que en octubre, en un congreso sobre derecho de familia. Le pregunté sobre el tema y me sugirió atender a una reforma del Código Civil y del Código de Procedimientos Civiles del Distrito Federal, aprobada por la Asamblea Legislativa del Distrito Federal, que trata, simple y sencillamente (no tan sencillamente, por supuesto), de acabar con el divorcio necesario que exige actualmente la comprobación difícil de alguna o varias de un montón de causales, manteniendo el divorcio por mutuo consentimiento y estableciendo un divorcio unilateral a petición de alguno de los cónyuges para que, cumplidos ciertos requisitos que garanticen alimentos y ejercicio de la custodia sobre los menores, sin más trámites ni incómodos desahogos de pruebas, declare un juez disuelto el vínculo conyugal. Ciertamente, mucho más sencillo que las reglas aún vigentes.

La propuesta no ha sido publicada aún en la Gaceta Oficial del Gobierno del DF ni en el Diario Oficial de la Federación, a pesar de que su artículo primero transitorio así lo ordena. Quizá estamos en una etapa de presentación en espera de la reacción popular.

Leí ayer el decreto que gentilmente me hizo llegar Julián. En él desaparecen las causales y bastará que el matrimonio haya tenido por lo menos un año de duración y que el solicitante presente un convenio razonable sobre pensiones, guarda y custodia de menores, domicilio, etcétera, y si la otra parte acepta el convenio (en caso de controversia resolverá el juez de lo familiar), el matrimonio se disuelve de inmediato.

Queda establecido que los hijos menores de doce años deberán quedar bajo la custodia de la madre, salvo en situaciones de violencia familiar que pudieran afectar su desarrollo.

Es cierto que la tramitación de cualquier juicio de divorcio, inclusive los de aparente mutuo consentimiento, se puede convertir en pesadilla. La comprobación de las causales suele ser un tema muy complicado. El tema de la custodia de los hijos y las visitas del demandante constituyen, tal vez, el problema mayor. No es menor tampoco el problema de los bienes y la fijación y garantía de las pensiones. Claro está que la simple separación física se puede convertir en causal autónoma, porque se rompe con un deber fundamental del matrimonio, la cohabitación, que no necesariamente implica el cumplimiento del llamado “débito carnal”. Ese cumplimiento, en algunos casos, resulta más que difícil si se atraviesa la edad muy adulta.

En realidad se trata de volver al antiquísimo divorcio por repudio, fórmula empleada hace cientos de años y no sé si aún vigente en alguna legislación lejana. La verdad es que no me hace mucha gracia la solución.

Evidentemente que los matrimonios se conservan solamente, en muchas ocasiones, por lo difícil que es el divorcio necesario, lo que no garantiza la estabilidad. El legislador, pienso que con razón, no quiso facilitar demasiado las cosas porque muchas de las dificultades matrimoniales, bien frecuentes, son problemas superables. De ese modo se conserva una institución que merece el reconocimiento permanente. Un divorcio sin causales constituye en rigor un atentado contra la estabilidad de las familias.

El problema de la custodia y las visitas a los hijos se convierte, ciertamente, en una pesadilla. La división de bienes que pretenda garantizar los obtenidos por la sociedad conyugal, en su caso, puede acabar en una copropiedad que es inestable por naturaleza. El artículo 939 del Código Civil vigente obliga a la división de la copropiedad.

No es menor, ciertamente, el tema de los alimentos. Los jueces procuran garantizarlos mediante el aviso al patrón del cónyuge deudor para que descuente su importe del salario, pero es más que frecuente que esa fórmula se eche a perder con una renuncia cierta o supuesta y el cambio en la naturaleza de la relación laboral, que se puede convertir en otra cosa. Y si el deudor no trabaja por cuenta ajena sino por cuenta propia, la dificultad es infinitamente mayor.

Sin la menor duda, mantener la existencia de una relación matrimonial que no satisface los mutuos intereses y genera desasosiegos importantes en otras personas, sobre todo los hijos, no tiene mucho sentido. Pero para eso existen las vías que no son sencillas de recorrer, que tampoco constituyen obstáculos insuperables. Al final, de un modo u otro, se puede llegar a la separación definitiva.

No me gusta invocar la moral como razón suficiente para la oposición a ese nuevo tipo de divorcio. Porque esa moral se verá seguramente más afectada si nos deslizamos a una libertad que lo menos que provocará será el deporte del divorcio, con riesgo de que se inventen premios para quien acumule más.

Lo que es probable es que los abogados tengamos que descubrir nuevos mecanismos para enfrentar eso que no tardará en ser una moda absoluta. Con la posibilidad de que las facilidades que se proponen abaraten los honorarios. Y eso es cosa importante.

 
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