Usted está aquí: martes 23 de septiembre de 2008 Opinión Atentado contra el Estado

José Blanco

Atentado contra el Estado

El atentado terrorista de Morelia representa un salto cualitativo en la condiciones de seguridad del país. El crecimiento de la criminalidad y las condiciones en que el gobierno lo ha enfrentado, por ahora, desembocaron en un atentado contra el Estado. La guerra contra el crimen responde con una escalada entrando al terreno de las acciones terroristas.

Al tiempo que las cifras de apresamiento de criminales, de desarticulación de bandas de delincuentes, de confiscación de armas y de cientos de millones de dólares, han ido en ascenso, los actos criminales también aumentan, y ahora el crimen, en gran medida embozado, ha enviado un ominoso mensaje, escalando la “guerra” en un reto a las instituciones de seguridad, que parece decir “voy por más”. La seguridad de la población es la primera y más importante función del Estado, y está puesta en jaque.

Pese a esfuerzos y logros, no estamos en un proceso de abatimiento del crimen, sino de crecimiento del mismo: ¿hacia dónde vamos; hasta dónde llegaremos? Perogrullo opina que ello depende de lo que hagamos. ¿Conocemos el fenómeno del crecimiento y la complejidad de la criminalidad mexicana? Me temo que no lo conocemos en sus causas profundas.

Hay una criminalidad gestada en lustros de desatención al problema, cuyo dato principal es el crecimiento anárquico de una policía sin formación alguna. México tiene una de las tasas de número de policías por cada 100 mil habitantes más altas de América, y también una tasa de crecimiento delincuencial que nos está acercando a Colombia. Pero tenemos una policía que es parte del problema, no de la solución.

Las causas de la alta criminalidad son complejas y específicas de cada país. En el largo plazo cuentan la pobreza, la desigualdad, la ruptura de los vínculos familiares provocada por la enloquecida expansión urbana y la fractura de las antiguas solidaridades comunitarias, la jibarización del Estado, la globalización del crimen. No es lo mismo el antiguo robo de autos que la dinámica endiablada del narcotráfico, que las bandas de secuestradores. Es por supuesto una simpleza culpar en bloque a la pobreza del crimen. En Centroamérica el país más rico es Costa Rica y el más pobre Nicaragua. Y son los países con mejores índices de seguridad de esa región.

Sabemos de sobra que los actos criminales –hasta los muy graves, como el secuestro– son denunciados en proporción ínfima respecto al número en que se cometen. Ese terrorífico contexto indica que las probabilidades de ser aprehendido son extraordinariamente bajas.

Por tanto, si el Estado no puede con el narcotráfico es perfectamente explicable que las bandas de secuestradores se multipliquen, o que el fenómeno de la venta de protección aparezca. Entre mayor sea el número de crímenes cometidos, menor es la probabilidad de ser apresado. Estamos siendo atrapados, muy probablemente, en un círculo infernal.

Si, como parece, estamos en el comienzo de una guerra del crimen contra el Estado, entonces las respuestas de la sociedad política y de la sociedad civil son por ahora precarias.

En las condiciones que pueden estarse configurando (un cambio cualitativo de la relación entre el crimen y la sociedad y el Estado); en las condiciones precarias de nuestros instrumentos para la seguridad, es ya inútil acusar al Estado de incapaz de cumplir con su tarea número uno: la seguridad de la población. Declararlo incapaz se vuelve un dato.

Ése sólo es un punto de partida para el análisis y la formulación de decisiones. Requerimos una respuesta de orden mayor porque el país está entrando en una zona de grave riesgo, indefenso. Han de sentarse a la mesa los tres poderes de la Unión, los partidos políticos, los factores reales de poder (principalmente los grandes empresarios), las organizaciones sociales, los medios de comunicación, a efecto de dar forma a un proyecto nacional, cuyo tema central no es la seguridad, sino el futuro del desarrollo sustentable y equitativo de la nación.

Estados Unidos, el campeón del discurso de la libertad del mercado, acaba de volver talco esa tesis mediante una gigantesca intervención en la economía, para enfrentar una crisis financiera prohijada directamente por la necia, obtusa, irracional “idea” de la desregulación. La regulación racional de la economía por la política y la legalidad, regresará sin remedio.

Tras la pérdida de una gran porción del territorio robada a México por Estados Unidos durante la guerra de intervención de 1847, Mariano Otero escribió que nunca había existido en México la “noción de unidad nacional”, y que el “acuerdo en lo fundamental” nunca se había dado.

La utopía está presente y arde en nuestras manos. Los descreídos de esa unidad, hoy, son muchos. Seguramente porque el acuerdo en lo fundamental es imposible sin una reforma fiscal en serio; pero si los grandes capitales no quieren aportar a la nación lo que es obligatorio que aporten, no tendrán nación en la que seguir haciendo ganancias; y ello es producto del temor pánico que gobierno y partidos les tienen a los empresarios. Si no abatimos la desigualdad, la unidad nacional es imposible. Sin recursos producto de una seria reforma fiscal será imposible en el corto plazo enfrentar la guerra contra el Estado que está anunciándose.

 
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