Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 7 de septiembre de 2008 Num: 705

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Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

León Ferrari, el iconoclasta
ALEJANDRO MICHELENA

urbes de papel
Voces de Nueva York

LEANDRO ARELLANO

La raza como problema
FRANCISCO BOSCO

Un siglo de Cesare Pavese
RODOLFO ALONSO

Cinco poemas
CESARE PAVESE

Explorador de mundos
ESTHER ANDRADI entrevista con ILIJA TROJANOW

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Columnas:
Señales en el camino
MARCO ANTONIO CAMPOS

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA


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Caravaggio-Bacco-Jackson, imagen tomada de ShieldsNet.Org

La raza como problema*

Francisco Bosco

Michael Jackson es el primer transracial de la historia. Claro que antes de él hubo negros que modificaron su apariencia queriendo hacerse blancos; los hubo, hay y habrá mientras exista un sistema cultural que crea en las razas y postule la superioridad de una sobre las otras. Antes del avance de las técnicas quirúrgicas y cosméticas, las modificaciones no eran tan drásticas, por lo menos desde el punto de vista de los resultados: los negros se planchaban el cabello para alaciarlo, se empanizaban la cara con polvo de arroz, se aclaraban el pelo. Limitándonos al mundo del showbiz estadunidense, en la década de 1950 Little Richard se ponía polvo de arroz en el rostro, se pintaba las cejas y usaba bilé. Poco antes que Michael, su madrina de carrera artística –y después de desafectos–, Diana Ross, valiéndose ya de los avances de la medicina estética, se hizo cirugía plástica para afinar la nariz. Hoy, sin el menor asombro, vemos negras rubias como Mariah Carey o Beyoncé Knowles: rubias de cabellos lacios y rasgos finos.

Pero el sentido y, consecuentemente, el resultado de esas transformaciones es una especie de belleza negra con rasgos blancos, o lo que es lo mismo, una negritud atenuada. Esto revela la hipocresía a gritos del multiculturalismo contemporáneo: desde los dibujos animados japoneses donde los héroes son orientales de ojos como platos, pasando por la Miss Universo 2006, la puertorriqueña Zuleyka Rivera, hasta la estrella china Zhang Ziyi (la de El tigre y el dragón); lo que es evidente es que la belleza de todas las “razas” es admisible siempre y cuando esté mediada por rasgos occidentales europeos. En otras palabras, el japonés será tanto más bello cuanto más occidental y menos japonés fuere, y lo mismo con el negro, el chino, etcétera. En suma, el multiculturalismo estético es, en el fondo, la negación de la diversidad de las culturas.


El “rey del pop”, a los diez y los treinta años, respectivamente

Michael Jackson no es un negro que haya querido adquirir rasgos blancos para llegar a una ideal economía de la belleza negra atenuada. Sus intervenciones quirúrgicas y cosméticas se hicieron peculiares por su carácter infinito, cosa que lo llevó más allá de la norma estética. Michael no quiere adecuarse a un patrón; él no es, en los parámetros de la cultura estadunidense, bello. Su cuerpo lo colocó más allá de cualquier “raza” (él ya no es negro, ni blanco, ni mulato), allende el sexo, la edad o lo que fuere. La transracialidad de Michael Jackson es singular. En su caso, el prefijo “trans” no se refiere a una forma reconocible, ideológicamente adecuada, sino a un work in progress en cuyo límite lo que está en juego es la categoría misma de lo humano.

Dada su extrañeza, es de esperar que semejante transracialidad suscite molestia. Pero la relación de muchos estadunidenes con ese fenómeno se parece más al de una masacre. A Michael Jackson lo llaman agresivamente Wacko Jacko (algo así como “guácala-guacalón”), hay incontables sitios en internet dedicados a ridiculizar sus metamorfosis y su comportamiento idiosincrático. Fue acusado por primera vez de pedofilia en 1993 y, en 2003, nuevamente por diversos crímenes, todos vinculados a abusos sexuales de niños. En 1993 hubo un acuerdo extrajudicial con la familia del acusador (los montos nunca fueron revelados) que libró al cantante de ser procesado. En 2003, como suele suceder en la cultura estadunidense, la cual dramatiza sus asuntos fundamentales judicialmente (Margo Jefferson, de The New York Times, nota perspicazmente que el abogado defensor, famoso y dispendioso, es tan típico en la mitología estadunidense como el cowboy), Michael se vio involucrado en un telaraña de diez acusaciones y un demandante apodado Perro loco, y con su vida privada transformada en un espectáculo público comparable al escarnio de Judas a escala mundial. Al final del proceso en 2005, Michael Jackson fue declarado inocente de todos los cargos.


Jackson en su época actual

Se haya hecho justicia o no, es indudable que Michael fue juzgado no sólo por los supuestos crímenes de pedofilia, sino por su comportamiento en general. Por su género indefinido, ni hombre ni mujer; por su sexualidad incomprensible (no se sabe cómo fue a tener hijos, ni siquiera si de veras son suyos, ya que todos son blancos y, cuando Oprah Winfrey le preguntó en la famosa entrevista de 1993 si era virgen, declinó responder argumentando que “era un caballero”); por su reclusión radical, por sus complejos infantiles, por vivir en un parque de diversiones, etcétera, etcétera. Así las cosas, la supuesta pedofilia fue al mismo tiempo una acusación y un pretexto, un proceso y una sentencia, una venganza y una catarsis colectiva. Pero, ¿por qué semejante odio a Michael Jackson? A final de cuentas se trata de un genio indiscutible. Fusionó la disco music con el soul y el rock; inventó un patrón corporal y creó el Moonwalk, uno de los pasos de baile más célebres, si no el más célebre, del mundo; revolucionó el lenguaje del video clip; posee varias marcas, entre ellas la del disco más vendido de la historia (Thriller, 50 millones de copias, aproximadamente).

¿Por qué un país puede llegar a odiar a un artista que tanto contribuyó a su cultura? Porque las personas no logran verlo como lo hizo el artista Keith Haring, quien en 1987, en una observación plasmada en su diario, manifiesta haber “mencionado su respeto por el intento de Michael Jackson de tomar la Creación en sus propias manos, para inventar a través de la cirugía plástica y la tecnología moderna una criatura no negra, no blanca, no masculina, no femenina. ¡Desplazó completamente a Walt Disney! Un fenómeno interesante, tal vez un poco atemorizante, pero que aun así es notable y, en cierto modo, creo que más saludable que Rambo o Ronald Reagan. Negó la finalidad de la creación de Dios y la tomó en sus manos siempre desfilando en la cultura pop estadunidense. Creo que sería aún mejor si llegase hasta las últimas consecuencias y se hiciese las orejas puntiagudas, se pusiera una cola o algo por el estilo. ¡Es sólo cuestión de darle tiempo y verán!” ¿Por qué, en última instancia, no dejarlo hacer con su vida lo que le dé la gana?

La razón del odio de muchos estadunidenses a Michael Jackson es su transracialidad. A diferencia de Beyoncé y de los demás casos de negros que quieren hacerse bonitos, es decir, blancos, o mejor, negros atenuados, Michael Jackson rechaza al mismo tiempo lo negro, lo blanco, la norma, la ideología y la cultura. Los negros wannabe, que desean disimular sus características raciales –como lo mostró Spike Lee en School Daze– merecerían el desprecio de los negros del black power, quienes orgullosamente quieren radicalizar los rasgos que definen su negritud. Se trata de un problema de autorrepresentación de los negros. Pero ni unos ni otros constituyen una amenaza a la ideología racista estadunidense. Los orgullosos de su negritud terminan apaciguando la sensación social del prejuicio (si tienen orgullo es, al final, porque la sociedad es “libre” y “abierta”), y los que quieren ser blancos confirman la ideología, la suscriben, no la enfrentan. Por si fuera poco, para bien de la hipocresía multicultural, exhiben cuerpos estéticamente adecuados, que brindan una impresión suavizada al conjunto, como si el resultado final de la negritud atenuada anulase el brutal prejuicio que está en su origen.


Michael Jackson a los cuarenta y cinco

Sin embargo, lo que Michel Jackson produjo no fue una belleza adecuada. No disimuló la nariz, adelgazó un poquito los labios ni se alació el pelo. No paró en eso. He allí el problema: su compulsión quirúrgica es la evidencia del prejuicio racial sobre su cuerpo. Su rechazo a la negritud es tan violento que no le permite parar nunca. Sucede que ese rechazo no es de él, es de la cultura estadunidense, es eso lo que el cuerpo de Michael Jackson no deja de expresar a gritos que nadie quiere oír. ¿Qué hacer entonces? Ridiculizarlo, despreciarlo, acusarlo, castigarlo, finalmente, arrestarlo. Cosa que significa reprimirlo, suprimirlo de la conciencia, quitar de enfrente ese cuerpo que tiene la fuerza de una revelación social insoportable. Un cuerpo que no tolera un residuo de negritud, pero que tampoco puede ser, propiamente, blanco, el color de la ideología que está en el origen de su mal. Es un cuerpo que no logra identificarse ni con el agredido ni con el agresor. Por eso no puede parar. Es un cuerpo sin reposo, sin identidad posible. De allí que la perspectiva de Keith Haring, aunque tiene la inmensa ventaja de no ubicarse del lado de la acusación, no logra ver la negatividad radical que impulsa las metamorfosis de Michael Jackson: su cuerpo no es afirmativo, pretende librarse desesperadamente de una violencia insuperable.


Sin cirugías estéticas, este sería ahora Michael Jackson. Recreación de The Daily Mail

En efecto, en cierto momento su vida se convirtió en la actualización permanente de una especie de trauma, ya fuese por compensación o por desesperado rechazo. Comenzó a trabajar arduamente a los cinco años. Entonces no es de extrañar que haya construido un parque de diversiones donde, según declaró, juega todos los días, pues no lo pudo hacer durante la infancia. Se identifica con personajes de la cultura estadunidense que fueron víctimas de un prejuicio cruel –como el hombre elefante, cuyos huesos intentó comprarle al Museo Británico– o que fueron astros minúsculos, como Macaulay Culkin, uno de sus “mejores amigos”. Pasó a vivir de los traumas del prejuicio y de la infancia sacrificada. Su vida quedó prisionera en ese tiempo irrecuperable; su cuerpo, atrapado en una mutación negativa. Haber entrado a los Jackson Five a los cinco años significó que Michael, como el Truman de Milos Forman, nunca conociera otra vida que la representación de su propia vida. La realidad para él es el mundo del espectáculo estadunidense. Se sumergió, sin filtros, en un sistema ideológico del que al mismo tiempo fue rey y víctima. El “rey del pop” fue sustraído enteramente por los valores del pop. El tiro le salió por el cañón y por la culata. Aun siendo un artista genial, su capacidad simbólica resultó nula. Su fragilidad es conmovedora. No pudo, ni siquiera ya consagrado, protegerse de los perjuicios de la cultura que produjo y que lo produjo. El éxito es en él proporcional al fracaso: cuanto más creaba ese mundo, más era victimizado por ese mismo mundo, las facturas siguen llegando hasta hoy y no van a dejar de hacerlo.

En la canción “ Black or white”, declara: I'm not gonna spend my life being a color (“no me voy a pasar la vida siendo un color”). Su trágica paradoja resulta de que cuanto más se reinventa, más se aferra a sí mismo, a su negatividad desesperada, y cuanto más intenta borrar las pistas raciales de su cuerpo, más se le torna la evidencia manifiesta no de una raza, sino de la raza como problema. Margo Jefferson, en su Para entender a Michael Jackson , dice que “el estado de Michael provocó la obsolescencia de las antiguas metáforas que acusaban a los negros de odiar su color”. Es verdad, el cuerpo de Michael revela un rechazo sin precedentes hacia la “raza negra”, mas por eso mismo, por la desesperación que lo llevó a la desfiguración, denuncia y demuestra el carácter profundamente racista de la cultura estadunidense y, en última instancia, es por traer eso a colación que el inmenso artista Michael Jackson es imperdonable.

*Este ensayo forma parte del libro Banalogias, Río de Janeiro, Editora Objetiva, 2007.

Traducción del portugués de Andrés Ordóñez