Usted está aquí: sábado 9 de agosto de 2008 Política Nueva York

Ilán Semo

Nueva York

Nuevos pobladores. Alguna vez E.B. White describió a Nueva York como tres ciudades en una (Here is New York, 1948): “Existen en cierta forma tres Nueva Yorks. Primero, el Nueva York del hombre o la mujer que nació aquí, que toma a la ciudad por sentada y acepta su tamaño y su turbulencia como algo inevitable y natural. En segundo lugar, el Nueva York de los que van y vienen, la ciudad que es devorada cada día por la langosta y escupida cada noche. En tercer lugar, el Nueva York de las personas que nacieron en otro sitio y llegaron en búsqueda de algo… Los que vienen y van le dan a la ciudad su agitada marea, los nativos le dan su solidez y continuidad, los recién llegados su pasión.” Caminando hoy por Central Park se divisa acaso una nueva ciudad. Por sus pavimentadas veredas circulan unos bicitaxis humanos que transportan turistas de un lado al otro. Sólo que quienes pedalean fatigadamente (en verano el calor del mediodía en Nueva York puede ser insoportable) son (para mi sorpresa) jóvenes rusos, recién emigrados de la antigua Unión Soviética. No me imagino de qué pasión pueden imbuir a Nueva York estos settlers más que la de olvidar el siglo que los condujo de esa manera tan peculiar a Central Park.

El álgebra y el fuego. La exposición de la obra principal de J.M.W. Turner en el Metropolitan Museum es fastuosa. Más de 50 cuadros exhibidos a la manera de una biografía artística permiten descubrir a un pintor inconmensurable. Turner nació en Londres en 1771 y murió en la misma ciudad en 1851. Unos días antes de morir, prácticamente olvidado después de haber gozado de una fama siempre polémica, su última sentencia fue: “Estoy a punto de convertirme en una no entidad. ¿O no?” La exposición está dividida en tres partes. La primera reúne los cuadros de una época en que el paisajista parece creer que lo único que permanece estable es la forma. En las siguientes salas se muestra un segundo momento de su vida y su obra: la catástrofe. El tema centra es el paisaje en llamas. Hacia 1840 Turner pintó La nave de los esclavos, en directa alusión al affaire del Zong. En 1781, el capitán del Zong, un barco británico que transportaba esclavos, decidió lanzar a 133 de ellos por la borda cuando se acercaba una tormenta. La práctica era común entre los barcos esclavistas, porque podían cobrar el seguro por la pérdida del cargamento. La demanda de los dueños del Zong provocó en Londres una de las primeras protestas contra la esclavitud. Los historiadores aseguran que Turner quería apoyar la campaña antiabolicionista con su obra. Sea como sea, despertó la indignación de la mayor parte del establishment político victoriano. Hacia el final de su vida –estas obras comprenden la última parte de la exhibición–, su pintura se vuelve cada vez más diluida, hasta cobrar formas prácticamente abstractas. Al mirar los originales se observa un raro efecto: transparentes de lejos, mientras más se acerca el espectador más grotescas son las figuras. La transparencia es acaso la más hipócrita de las utopías. Uno de los críticos de la época llegó a concluir que el pintor estaba “enfermo de los ojos”, cuando en realidad no hacía más que presagiar el arte abstracto. Su vida, leída a través de su obra, es la de un artista que parece haber llegado a la conclusión de que toda forma de representación es inevitablemente pasajera o finalmente inestable, una “no entidad” en perspectiva, como llegó a decir de sí mismo ante el umbral de la muerte.

Atonía. En un pequeño bar del Soho, una pianista y un baterista tocan “jazz”. No se detienen ni un solo momento durante más de tres horas. La costumbre era escuchar en el jazz un estilo que buscaba (sin alcanzarla nunca) una forma de sintonía. A su manera fue una de las primeras refutaciones del principio de la armonía. Pero aquí sucede algo distinto. Dos virtuosos se han puesto de acuerdo en nunca ponerse de acuerdo. Los instrumentos se persiguen uno al otro sin nunca encontrarse. Después deambulan cada uno en la forma de un soliloquio. La atonía del monólogo. Si el antiguo jazz se asemejaba a un riachuelo que serpenteaba buscando su camino en un paisaje desconocido, el de hoy se escucha como los ruidos disímbolos que hacen al caer de las gotas de agua después de una tormenta en la ciudad.

 
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