Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 20 de julio de 2008 Num: 698

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Breve semblanza de Freud
ALEJANDRO MICHELENA

Biografía
YORGUÍS KÓTSIRAS

Amnistía
NADINE GORDIMER

Nick Cave: semilla mala nunca muere
ROBERTO GARZA ITURBIDE

Las profesoras Brontë
MURIEL SPARK

La mesa
JORGE VALDÉS DÍAZ-VÉLEZ

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

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LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
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A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
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Enrique López Aguilar
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(Des)ubicación de la biblioteca

Borges describió, en “La biblioteca de Babel”, los muros y anaqueles de una edificación sin fin: “El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. La distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. […] A cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de unas ochenta letras de color negro. También hay letras en el dorso de cada libro; esas letras no indican o prefiguran lo que dirán las páginas.”

Umberto Eco, en El nombre de la rosa, tuvo la prudencia de calcular el número de ejemplares de la biblioteca a partir de las precisiones borgeanas: su resultado fue el de un 1 seguido de tal cantidad de ceros que su volumen sugiere la infinitud. El efecto magistral de la paradoja borgeana consiste en sugerir una biblioteca aparentemente mensurable dentro de cada cuarto de la torre, como si fuera del tamaño de una biblioteca personal, aunque la suma progresiva de libros y anaqueles en los hexágonos deja ver lo engañoso de la descripción: al multiplicar 5 (anaqueles) ×4 (muros) × 32 libros distribuidos en cada hexágono, el resultado es de 640 libros.

Acostumbrados a la desmesura de bibliotecas como la de Alejandría (aunque en ella se contenían rollos de papiro y tablillas, y no estrictamente “libros”, tal como se comenzaron a conocer desde la Edad Media) y a la vastedad de bibliotecas modernas como la Nacional (en México), como la de Austin y otras tantas, así como a las grandes bibliotecas conservadas en el Palacio de Minería, en la Capilla Alfonsina o en el Ateneo Español de México (aunque éstas parezcan pequeñas, en comparación con las otras), es raro que un bibliófilo común aspire a conservar en su casa una cantidad de volúmenes como los que habitan en el que fue domicilio y estudio de Alfonso Reyes, en la colonia Condesa. Sin embargo, concediendo que un modesto bibliófilo alcance –en su biblioteca personal– un número de ejemplares cercano al de un solo hexágono de la biblioteca babélica imaginada por Borges, eso ya es una fuente de meditaciones y descalabros para el hipotético lector (pues se supone que quien guarda libros es porque los lee).

¿Dónde guardar 640 libros? No pensemos en grandes residencias ni imaginemos suntuosas mansiones y palacios, sino lo que el destino depara a cualquier ciudadano clasemediero con un sueldo como los que hoy se pagan a quienes comienzan a trabajar: un departamento de “interés social”, cuyo “interés” consiste en ofrecer a su habitante –mediante una deuda de veinte años– un área de alrededor de treinta y cinco metros cuadrados para vivir; aunque también pueden imaginarse espacios intermedios entre uno de esos departamentos minúsculos y alguno más grande, de unos 240 metros cuadrados, pero el problema de los libros seguirá siendo motivo de zozobra: ¿dónde poner 640 libros cuyo volumen –es lo más probable– irá creciendo conforme avancen los años, en casas donde el espacio conocido como “estudio” o “despacho” parece un concepto inimaginable para los arquitectos de hoy?

Están los libreros hechos con tablas y ladrillos, los rústicos y los lujosos, pero el quid está en saber cuál es la pared donde se extenderán los muebles librescos, de qué tamaño y, de antemano, si ocuparán el lugar de otras cosas igualmente necesarias para la vida familiar. Está la solución de poner los libros debajo de las mesas y las camas, en cajas o alacenas, pero al final éstos resultan remedios imprácticos, tanto por el maltrato que sufrirán los seres de papel como porque será difícil recordar dónde quedó el ejemplar único del Necronomicón, regalado y dedicado por Abdul, ese viejo amigo.

Qué arduo y difícil articular una biblioteca personal en los departamentos de hoy.