Usted está aquí: martes 15 de julio de 2008 Opinión La extraña

Sándor Márai

La extraña

Ampliar la imagen Sándor Márai en imagen captada en 1940, perteneciente al Museo Literario Petöfi, de Budapest, administrador del legado del escritor y periodista. Fotografía tomada de la biografía escrita por Ernö Zeltner Sándor Márai en imagen captada en 1940, perteneciente al Museo Literario Petöfi, de Budapest, administrador del legado del escritor y periodista. Fotografía tomada de la biografía escrita por Ernö Zeltner

Diferente de sus novelas anteriores, La extraña, el nuevo libro de Sándor Márai, da al lector no sólo los diálogos internos que caracterizan a sus personajes, sino también una apasionante discusión teológica del personaje central, Viktor Henrik Askenasi, quien busca en una isla, y completamente desnudo, la respuesta a una sola pregunta: “¿por qué?” Askenasi deja su mundo, mujer y amante incluida, para descansar en un lugar tranquilo, pero esa tranquilidad desaparece en el cuarto de un hotel. ¿Qué es lo que hizo ahí? ¿Se descubrió a sí mismo o se perdió?, cuyo título original era A sziget (La isla). Ofrecemos a los lectores de La Jornada un adelanto de esta novela con la autorización de la editorial Océano

Askenasi –o, como precisó el conserje, Viktor Henrik Askenasi– entró en su habitación, cerró la puerta con llave y permaneció unos instantes en el umbral. Luego dijo a media voz: “Ridículo. Por una mujer...” Apenas lo hubo pronunciado miró alrededor, nervioso, para asegurarse de que nadie lo había oído. Los tabiques del Argentina, según había comprobado la noche anterior, eran muy delgados. Se acercó a la ventana y cerró los postigos. Su bañador estaba sobre el alféizar y el agua que aún goteaba había formado un charco en el suelo, junto a la pared. Apoyó la frente contra la celosía del postigo y se quedó observando el mar. “Pero ¿por qué iba a ser ridículo? –pensó–. ¿Por una mujer? A veces Eliz, cuando tenía miedo, decía descarada y desafiante: sólo soy una mujer... Como si uno dijera: sólo soy el Niágara”.

Desde allí se veía en toda su amplitud el arco que formaba la bahía: la isla verde negruzca enfrente, cuya oscura silueta se distinguía nítidamente del mar gris, y el barco británico de tres chimeneas que había llegado la noche anterior, anclado en la bahía y en cuya dirección iban y venían desde la madrugada dos motoras blancas que trasladaban a los turistas a la costa, a los que oficiales de uniforme blanco guiaban luego en grupos por las angostas callejuelas de la ciudad. Un oficial rechoncho, al que Askenasi había observado con sus prismáticos por la mañana desde la playa, estaba ayudando a tres damas vestidas de gris y tocadas con sombreros florentinos a descender por la escala colgada del barco hasta la motora. “Ésos sí que viven la buena vida –pensó, mas para no faltar a la verdad añadió–: Pero sin duda también sufren”. Pese a su penosa situación, observaba con gusto el barco, que era voluminoso e impecablemente blanco; en la popa, encima de los ojos de buey de los camarotes, llevaba pintada tres estrellas doradas, y en el mástil se agitaba la bandera británica, la yugoslava y otra más que no reconoció. Todo ello parecía tan cercano y la luz marcaba las líneas con tanta nitidez que Askenasi –nadador poco experimentado– había sentido la tentación de rodear el barco a nado. Esa tentación lo había asaltado en la playa, mientras estaba echado en una tumbona y observaba la nave con sus prismáticos. En una ocasión ya lejana, en un puerto griego, apoyado en la barandilla de un barco había observado cómo dos pasajeros, una mujer italiana ya no muy joven y su acompañante, se tiraban al agua al anochecer y nadaban mar adentro con brazadas cómodas y distendidas, y una soltura que Askenasi desconocía hasta para moverse en tierra firme. Él nadaba con precaución, se cansaba enseguida y lo invadía la incertidumbre en cuanto llegaba a aguas profundas. “Uno no puede ser experto en todo –se consoló–. Aunque, a decir verdad, tampoco sé patinar”. Pero aquella mañana, al sumergirse en el agua caliente y espesa como el aceite, tal vez engañado por la reverberación solar, no le había parecido imposible rodear a nado el barco británico; sin embargo, apenas hubo avanzado unos metros se desanimó al comprobar que, visto desde la lisa superficie del mar, el navío se encontraba a una distancia insalvable. Igual de lejanos parecían los vapores que navegaban difuminados por la línea del horizonte, tan distantes que ni siquiera podía distinguirse la dirección que seguían. “El agua no es mi elemento –pensó entonces–, por eso todo me parece tan distinto. Desde el agua todo se ve distinto. Hay que regresar a tierra firme”. Esta conclusión lo llenó de estupor porque, mientras con la frente apretada contra la celosía observaba el barco, que ahora de pronto volvía a parecerle prodigiosamente cercano, sintió que no tenía la menor esperanza de “regresar a tierra firme”. Se esforzó por contar los ojos de buey bajo la cubierta superior y luego los tubos de ventilación. Lo hizo a propósito, como para ganar tiempo antes de ser llevado al patíbulo o al quirófano, donde sería sometido a tratamientos complicados e inevitables, mucho más penosos que el desenlace final. A paso lento, se acercó a la cama y comenzó a desvestirse.

Dejaba escapar un gemido con cada movimiento. Al quitarse la chaqueta y la camisa, el rostro se le demudó en una mueca de dolor. Continuó con gestos prolijos y precavidos, como si estuviera desnudando un miembro fracturado, por ejemplo un codo roto. Todo movimiento, hasta el más cauteloso, le producía dolor, un dolor ridículo y ardiente que se acentuó de manera lacerante cuando la camisa de seda le rozó la espalda. Siseó entre dientes. Con el torso ya desnudo, en medio de la habitación en penumbra, se colocó ante el espejo del armario y de pronto movió la cabeza con un estupor casi jovial. El pecho, la espalda y –como pudo ver al volver la cabeza– principalmente los hombros brillaban enrojecidos como en carne viva. “Quemaduras de primer grado”, pensó. Con las yemas se palpó un punto de los hombros y reiteró la mano como si hubiera tocado algo candente: la piel de la espalda, el pecho y los brazos estaba tensa e inflamada. Se acercó más al espejo y vio con satisfacción que el pecho y el estómago enrojecidos estaban surcados por rayas pálidas, porque por la mañana había tomado el sol sobre una roca, con el bañador bajado hasta la cintura, y el sol no había podido tostar los pliegues de la piel. Si se estiraba, parecía una cebra exótica, de rayas blancas y rojas. “Una cebra irregular –pensó, e inmediatamente–: Deformación profesional. Esta manía taxonómica me acompaña con sus fantasías hasta en el espejo”. Pero lo que en ese momento más le sorprendía, causándole casi un temor reverencial, era la providencia del cuerpo: éste había intuido algo durante la mañana y se había preparado para aquel dolor imprevisible y agudo, se había procurado una especie de antídoto con forma de dolor físico de segundo orden. “El dolor físico viene muy bien en estas ocasiones –se animó–, enfermedad, problemas económicos, catástrofes naturales vienen muy bien en estos casos”. Estaba sentado en el borde de la cama, frente al espejo, con el torso desnudo y las manos en el regazo, observando una imagen poco atractiva: el reflejo de un hombre semidesnudo, ya maduro, de cuarenta y ocho años de edad, miope y de incipiente calvicie. Sí, el cuerpo seguramente prevé estas cosas. Trabaja con otros instrumentos, con informaciones desconocidas. En él aún opera el instinto que a los animales les permite presentir la tormenta con varias horas de antelación. Uno no se deja achicharrar por el sol porque sí; había tenido a mano el bote de aceite protector comprado por la mañana, pero no lo había tocado. Se movió un poco y gimió de dolor. “Es maravilloso que el cuerpo se ocupe así de uno –pensó–. Y bondadoso. Inteligente”. Suspiró hondo, como un niño. Se tumbó en la cama con sumo cuidado, gimió, se quitó las gafas con una mano y se estiró así, sin soltar las gafas; colocó el otro brazo bajo la cabeza y cerró los ojos.

Minutos después llegó el desengaño: con cierta inquietud, comprobó que no notaba nada. “Es como el dolor de muelas –pensó–: primero te amenaza y luego se alivia”. Pero él no quería esquivarlo: “Hay que pasar por ello; ya que estamos así, hay que pasar por todas las etapas y consecuencias; de otra forma, jamás se curará. Si tiene que doler, que duela”. Se quedó inmóvil a la espera del familiar dolor. Imaginaba que ahora, inmediatamente después de su cara a cara con la certidumbre, el dolor que hasta entonces sólo había dado ligeras muestras de su poder, lo arrastraría como un tifón, lo zarandearía, lo lanzaría por el aire, tal vez le arrancaría un brazo o una pierna. No sería la primera vez. Pero siguió sin sentir nada. Bostezó. Pronunció el conocido nombre, primero en voz muy baja, y cuando este atrevimiento quedó sin consecuencias, lo pronunció dos veces más, con rapidez y descaro, a media voz. “Ahora debo prestar mucha atención –pensó–. Es posible que me muera, pero eso no sucede de un momento para otro: como quien se inyecta la bacteria de la peste, tengo que prestar atención a cada síntoma, anotarlo, y tal vez más adelante puedan aprovecharlo otros”. Sentía un altruismo sincero, una buena voluntad profunda y desinteresada. Quería anotar cada síntoma hasta el último instante, cuando el dolor ahogara el control de la razón. Sabía que le resultaría muy difícil: cuando la enfermedad se desencadena, lo primero que paraliza son los centros nerviosos. En todo caso, debía tener en cuenta que se había contagiado, y estaba resuelto a entregarse plenamente a la enfermedad, pero sin dejar su puesto de observación ni por un instante. “También hay medicamentos –pensó–, pero ¿para qué sirven? Algunos recurren a la metodología. Tal vez sólo sea una anécdota, pero dicen que Kant olvidaba las cosas metódicamente; un día tuvo que despedir a su criado Lampe, al que quería mucho, porque lo había pillado robando. Lo echó, pero le apenó mucho. La imperfección del ser querido no mitiga el dolor de su pérdida. Anna es sin duda una mujer superior a Eliz, y sin embargo no la amo.

 
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