Usted está aquí: lunes 7 de julio de 2008 Opinión 1988: espejo del presente

Editorial

1988: espejo del presente

Ayer se cumplieron dos décadas de las elecciones del 6 de julio de 1988, consideradas por diversos motivos parteaguas de la vida política nacional. La trascendencia de aquel proceso de sucesión presidencial fue reconocida desde antes de los comicios porque, por vez primera desde la fundación del Partido Nacional Revolucionario –luego de la Revolución Mexicana, y después, Revolucionario Institucional– se presentó la posibilidad real de que un candidato opositor llegara a Los Pinos. Tal posibilidad no pudo concretarse, pero sigue sin estar claro si fue por una victoria electoral del aspirante priísta, Carlos Salinas de Gortari, o por efecto de una manipulación en su favor de los sufragios.

La duda no podrá despejarse de manera fehaciente y documentada, pues los legisladores de PRI y PAN decidieron quemar, unos años más tarde, la papelería electoral. En todo caso, los resultados oficiales resultan por demás inverosímiles y hay consenso de que hace 20 años el régimen político llevó a cabo los comicios más desaseados del siglo pasado.

Pero la importancia del proceso de 1988 no fue meramente electoral. La llegada de Salinas a la Presidencia, justificada en los insostenibles resultados de aquel 6 de julio, marcó la consolidación del neoliberalismo en el poder y se tradujo en un viraje radical, violento y devastador del poder público, que hasta entonces guardaba, cuando menos, las formas como mediador y árbitro de los conflictos sociales y las tensiones económicas, y que fue transformado en un instrumento al servicio de los intereses financieros locales y foráneos, en detrimento del capital industrial, de los pequeños empresarios, de los asalariados, de los campesinos –pequeños propietarios, ejidatarios, comuneros– y, en general, de los sectores más desfavorecidos de la población.

No debe olvidarse que el viraje fue acompañado por una represión política implacable que cobró, entre otras, las vidas de más de 600 integrantes del Partido de la Revolución Democrática. Por lo demás, la arrogancia tecnocrática y la insensibilidad del salinato terminaron por provocar la primera insurrección armada en el país en muchos años, condujeron a la clase gobernante a cruentos y nunca bien esclarecidos ajustes de cuentas internos y dejaron sembrada la semilla de la siguiente crisis económica, que estalló menos de un mes después de que el sucesor designado por el propio Salinas, Ernesto Zedillo, asumiera el cargo.

En el sexenio 1988-1994 se estableció, por lo demás, una alianza de facto entre PRI y PAN, que aún domina la vida política, y que si bien no impide la lucha entre ambos partidos por posiciones y cuotas de poder, ha garantizado, hasta ahora, la continuidad del modelo económico. Es en el contexto de esa alianza de fondo que ocurrió la alternancia de siglas en la Presidencia en 2000.

La victoria electoral de un candidato presidencial opositor, la admisión de la derrota por el Revolucionario Institucional y las sucesivas reformas a la legislación electoral, hicieron pensar a muchos que el desaseo de 1988 no podría repetirse. Sin embargo, desde antes del arranque formal de las campañas políticas con miras a los comicios de 2006 se hizo evidente que el panismo en el poder echaba mano de algunas de las más deleznables prácticas del priísmo: la abierta injerencia presidencial para atacar al candidato de la oposición y volcar el aparato propagandístico del gobierno en favor del aspirante oficialista; la intromisión ilegítima de las cúpulas empresariales y de los consorcios mediáticos en campañas de linchamiento contra Andrés Manuel López Obrador; el documentado mercadeo del voto corporativo –especialmente el que controla la cúpula del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación– en favor de Felipe Calderón; el apoyo de gobernadores priístas, criticados en público por la dirigencia panista, pero cortejados en lo oscuro para lograr que impulsaran, en sus respectivas entidades, la candidatura presidencial albiceleste; la negativa del oficialismo a efectuar un recuento voto por voto de los sufragios, rechazo que sembró tantas sospechas como la quema de boletas decretada por el salinismo; en fin, el desaseado y turbio manejo de los resultados por parte del Instituto Federal Electoral, las inconsecuencias del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación y los desfiguros de la toma de posesión del 31 de agosto y del primero de septiembre.

Esos factores hicieron inevitable el cotejo –salvando las diferencias de época– de las elecciones de 2006 con las de 1988, generaron un movimiento de resistencia ciudadana todavía vigente e incidieron en el déficit de legitimidad de la actual administración. Más allá de la discusión de si las graves irregularidades en la elección del año antepasado pueden llamarse fraude o no, 36.2 por ciento de la ciudadanía piensa que sí, y 43.4 por ciento cree que el conflicto poselectoral no ha sido superado, según encuesta realizada hace unas semanas por Consulta Mitofsky.

En suma, lo ocurrido en los comicios de hace 20 años sigue siendo, en muchos sentidos, espejo del presente.

 
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