Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 29 de junio de 2008 Num: 695

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Dos miradas hispanomexicanas
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR entrevista con CARLOS BLANCO AGUINAGA y FEDERICO PATÁN

Trece poetas grupo hispanomexicano

Criptografía cuántica: a prueba de espías
NORMA LETICIA ÁVILA JIMÉNEZ

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Columnas:
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

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LUIS TOVAR

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Javier Sicilia

El cuerpo del ángel

Cuando me topé por vez primera con la obra escultórica de Ana María Montes de Oca, descubrí dos imágenes opuestas y no obstante complementarias del amor. Una, la de su parte gozosa y luminosa; la otra, la del sufrimiento, la oscuridad y el clamor. La segunda, sin embargo, ha sido la que más ha desarrollado. La razón es simple en su profundidad: Ana María Montes de Oca tiene una exquisita sensibilidad para captar y sentir el sufrimiento del hombre en este siglo. Su mirada, como una radiografía espiritual, permite contemplar, debajo del hedonismo y la inanidad del mundo postmoderno, el horror de la ausencia y su clamor de vida. En este sentido, su dramatismo es profundamente espiritual y en consecuencia profundamente atroz. No conozco, por ello, una obra plástica que haya llegado a esos extremos en los que el sufrimiento lleva al espectador a experimentar esa facultad universal que llamamos compasión, ese rostro del amor que surge frente al sufrimiento del otro, y que es el espejo de nuestros propios sufrimientos; ese sentimiento que, dice Spinoza, “goza con la felicidad y se entristece con la desgracia”.

Yo mismo, después de ver sus Chamanes y su “Pueblo de la memoria”, incluido en la instalación El santuario de Hestia, creí que no se podía llevar más lejos el dramatismo plástico. Sin embargo, al enfrentarme a su más reciente trabajo, El cuerpo del ángel, descubro que Ana María ha logrado llevar el sufrimiento y la compasión a extremos insospechados. El propio título de la obra es ya, en su oximoron –esa figura retórica que los místicos utilizan para nombrar y revelarnos lo inefable–, una muestra de lo que surge en su expresión plástica. Semejante al ángel de El cielo sobre Berlín y de Tan lejos, tan cerca, de Win Wenders, los diferentes rostros de El cuerpo del ángel, de Ana María Montes de Oca, nos hablan de un ser que, lleno de caridad por los hombres, se hace, al tomar cuerpo y carne, uno de ellos. Sin embargo, a diferencia del Cassiel de Wenders, el ángel de Montes de Oca no pierde su caridad, convirtiéndose en un ser decepcionado y sin esperanzas. Por el contrario, en el suyo, doblegado por el dolor, mutilado, abierto en canal, con un ala amputada y la otra apenas insinuada y herida, crucificado en el vacío y el tiempo; en ese ángel, en el que, como en sus anteriores obras, parece no haber un sólo resquicio de luz, sino sólo el sufrimiento del hombre, habita –en la tensión de su cuerpo que, al igual que su rostro, se levanta hacia el cielo (barro tenso entre la uniformidad de la materia y la forma; entre la mutilación y el anhelo de completud)–, si no ya la caridad, sí su rostro humano: la compasión y la esperanza. Compasión, porque nos obliga a identificarnos con nuestro propio sufrimiento: ese ángel que al amarnos se ha hecho uno de nosotros y sufre, es, de ese modo y desde ese momento, mi semejante. Esperanza, porque en su lucha por elevar ese cuerpo sufriente –que es el de cada ser humano– al cielo del que vino, nos conduce a esperar no sólo la respuesta de un Dios que nos salva, sino la respuesta humana frente al sufrimiento que sólo puede traducirse en dulzura y generosidad.


Dualidad

Lejos de la piedad que, como lo señala Hanna Arendt, es abstracta y conduce a veces a producir desgracias –por piedad a los desdichados en general los revolucionarios del siglo XVIII y los de la revolución de octubre humillaron y destruyeron a otros hombres; la piedad edifica patíbulos–, la caridad del ángel, encarnada en el compasivo barro de Ana María Montes de Oca, es particular y, por ello, nos lleva a mirar y a sentir no el dolor de la humanidad, sino el sufrimiento concreto de cada hombre. Al mirar El cuerpo del ángel, la compasión que nos provoca, nos lleva a sentir nuestros propios sufrimiento y los de aquellos que conocemos, y al hacerlo nos puede conducir a experimentar –he ahí la maravilla del arte– si no el amor de caridad –que es el más alto bien y que llevaría a un ángel a encarnarse–, al menos su rostro humano: la generosidad, esa virtud que, dice Spinoza, empuja “a un hombre a asistir a otro”, y que, unida a la dulzura, llamamos bondad.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco- CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.