Usted está aquí: jueves 26 de junio de 2008 Opinión Unitization, ¿por qué?

Jorge Eduardo Navarrete

Unitization, ¿por qué?

Este novedoso barbarismo ha circulado en el actual debate sobre los yacimientos transfronterizos. Lo usan quienes prefieren transliterar vocablos por lo general del inglés, ignorantes de los castellanos que expresan con precisión el concepto, “unificación” en este caso. Al convenir el régimen de explotación de un manto compartido, los gobiernos, las compañías o unos y otras han acordado, en algunos casos, unificarlos para simplificar su aprovechamiento. Suele considerarse que de este modo se facilitan las decisiones respecto de la administración del recurso, se abaten algunos costos y se optimiza la operación; se maximiza la renta económica.

La unificación es más común entre empresas petroleras que comparten yacimientos que atraviesan los límites de bloques o áreas que han recibido en concesión. Permite que una de ellas se haga cargo de la explotación y entregue a la(s) otra(s) alícuotas del producto obtenido o su equivalente en efectivo. Existen también entendimientos de unificación entre gobiernos, sobre todo cuando existen diferencias en los regímenes legales respectivos. No abundan los ejemplos de acuerdos de unificación entre un gobierno o una compañía petrolera estatal y una empresa privada trasnacional. Los elementos de equidad y simetría necesarios para dar certidumbre operativa al acuerdo resultan más difíciles de reunir en este último caso. Sin embargo, al debatir este tema en el Senado no faltó quien recomendara la vía de los acuerdos de unificación para la explotación de los yacimientos transfronterizos entre México y otros países, Estados Unidos en primer término. Cabe entonces preguntar: unificación, ¿por qué?

En el diagnóstico que supuestamente fundamenta las iniciativas de reforma petrolera se incurre en una serie de imprecisiones deliberadas al discutir los yacimientos bajo aguas profundas mexicanas y los depósitos compartidos o transfronterizos. Al examinar, con gran detalle, el cúmulo de desafíos físicos, técnicos y operativos que es necesario vencer para explotar campos submarinos bajo tirantes de agua superiores a los 500 metros, se transmite la impresión de que el régimen de explotación aplicable a unos y otros, por estar ambos situados en aguas profundas, debería ser similar y debería estar regido por el principio de unificación. Además, se enfatiza el riesgo de que la porción correspondiente a México de algunos depósitos compartidos pueda verse afectada o ser extraída ilegalmente, desde el otro lado de la frontera, si no se definen cuanto antes los criterios y políticas aplicables a la explotación de todos los mantos ubicados bajo aguas profundas.

Se hace notar, por ejemplo, que la práctica internacional consiste en que las operaciones de producción de hidrocarburos en aguas profundas “se llevan a cabo siguiendo esquemas que involucran que varias empresas aporten capacidades distintas” (p. 69) e implícitamente se recomienda que éste sea el sistema que se aplique en el caso mexicano, tanto en los transfronterizos como en el resto de los depósitos bajo aguas profundas. Al mismo tiempo, el propio diagnóstico se empeña en demostrar que Petróleos Mexicanos carece casi por completo de los recursos financieros, técnicos, humanos y organizativos que le permitirían incursionar con éxito en la explotación de esos yacimientos y que su experiencia en aguas profundas es en extremo limitada. Cabe preguntarse entonces, además de los hidrocarburos, ¿qué capacidades aportaría Pemex en los esquemas cuya adopción se sugiere?

Es importante abandonar esta otra unificación que induce a suponer que los acuerdos o asociaciones indispensables para la explotación de los depósitos compartidos deberían orientar también la explotación de los mantos bajo aguas profundas del mar patrimonial mexicano. A nadie escapa –como quedó claro en el debate en el Senado– que es indispensable que se inicien las negociaciones diplomáticas relativas a definir un régimen para el eventual aprovechamiento de los yacimientos transfronterizos, en especial con el gobierno de Estados Unidos. Hay que tratar de recuperar el tiempo perdido por la incuria gubernamental mexicana desde el inicio del siglo, cuando se concluyó el tratado de delimitación territorial.

Es concebible, por ejemplo, que los gobiernos encarguen al Instituto Nacional de Geografía, Estadística e Informática y al Servicio Geológico de Estados Unidos la delimitación de los yacimientos en cuestión, a partir de la información disponible, que proviene casi en su totalidad de la segunda de estas entidades. Habría que convenir, además, que en tanto no se concluya esta delimitación no podrán realizarse, por ninguna de las dos partes o por agentes de ellas, actividades de perforación que tengan un propósito distinto al de contribuir a una delimitación y caracterización morfológica más precisas de los depósitos potencialmente transfronterizos. Más tarde, será necesario definir un acuerdo de explotación específico para cada uno de los mantos compartidos localizados y delimitados, a partir de una manifestación de interés de la parte extranjera. Dada la desventaja tecnológica y de capacidad de gestión no corresponde al interés nacional impulsar una pronta explotación de los yacimientos transfronterizos.

Es claro que México debe asegurarse de que se impida la explotación ilegal de esos yacimientos, pero no tiene razón alguna para promover su explotación. Sobre todo, conviene no olvidar que el diagnóstico reconoce que, en el horizonte de 2021, sin incursionar en aguas profundas, la plataforma de producción se situaría en unos 2.6 millones de barriles de crudo, inferior a la actual, pero “permitiría cubrir los requerimientos domésticos [es decir, nacionales] de ese hidrocarburo para producir los petrolíferos que se demandarían internamente, particularmente, gasolinas” (p. 56). Es claro, entonces, que la explotación de las aguas profundas se propone para acentuar aún más el excesivo sesgo exportador. ¿Unificación? Sí, para atender los intereses de Estados Unidos.

 
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