Usted está aquí: domingo 4 de mayo de 2008 Sociedad y Justicia Mar de historias

Mar de historias

Cristina Pacheco

¿Qué vida es esta?

“¿Me da su ho-ra?” La res-puesta apre- surada del repartidor le sirve a Loreto para saber que han transcurrido quince minutos desde que la desconocida se apostó al otro lado de la calle y observa el edificio. Muchos inquilinos se fueron de puente y la conserje sospecha que la mujer esté esperando una distracción suya para meterse a robar.

Ya ocurrió hace un año, en Semana Santa. Con el pretexto de lavarse las manos en la pileta, un anciano se metió al departamento l02 y se llevó dinero y algunas joyas. Loreto recuerda las protestas de los inquilinos despojados, sus amenazas y lo peor: su sospecha de que ella hubiera sido cómplice del robo. Cuando descubrieron que no había sido así se disculparon, pero ella aún les guarda resentimiento.

La conserje entra en el edificio y a través de la puerta entornada sigue vigilando a la extraña. Al verla murmurar y enjugarse las lágrimas con la mano, Loreto piensa que tal vez se trate de una persona demente, como tantas que pasan por la calle riéndose, llorando, maldiciendo. También podría ser que la desconocida se interesara en alquilar un cuarto de azotea o en ofrecerse como sirvienta.

Sea lo que fuere, Loreto decide mantenerse en guardia. Se asegura de tener las llaves en la bolsa del mandil, toma la cubeta, sale a la calle y se pone a regar. Un claxon feroz y el chirrido de unos frenos la obligan a suspender su trabajo. “¡Vieja estúpida!” El insulto va dirigido a la desconocida que logra saltar a la banqueta y salvarse de que el energúmeno le pase por encima.

II

El peligro que corrió la extraña hace que Loreto simpatice con ella:

–¡Qué tipo! Ya merito la atropellaba –ve que la mujer se acerca y disimula su contrariedad–. ¡Cafres!

–Fue mi culpa. No me fijé por estar pensando en otra cosa –mira a su alrededor y levanta la cabeza–. Antes este edificio me parecía altísimo, pero ya no. Será porque entonces era el único de diez pisos en esta calle y ahora hay varios.

–La gente necesita meterse en alguna parte –Loreto la mira a los ojos–. ¿Está buscando departamento? Aquí todos están ocupados.

–¿También el de mero arriba?

Loreto vuelve a sospechar que la desconocida tenga malas intenciones y decide encararla:

–¿Por qué lo pregunta, señora?

–Reynalda, para servirle –sonríe con los ojos brillantes de lágrimas–. Everardo, mi esposo, trabajó en esta obra. La construcción duró bastante tiempo. Cuando a mi marido le tocaba quedarse de guardia el domingo, mis hijos y yo veníamos a visitarlo. Parece que lo estoy viendo saludándonos desde el último piso, que era apenas un huacal sin la pared del frente. A mí me asustaba mucho que él hiciera eso y le pedía que no se asomara tanto. Fue un presentimiento.

–¿Se accidentó?

–Nunca se ha repuesto ni ha vuelto a trabajar más, mas que componiendo planchas, licuadoras y esas cositas, pero siempre

en la casa. Él nunca sale: no le gusta causar lástimas –Reynalda suspira–. Le dará gusto saber que vine a echarle un ojo a su edificio. Everardo siempre soñó con que alguna vez llegaríamos a vivir en el décimo piso porque desde allí se veía todo, hasta los cerros.

–¿Pero cuándo sería eso?

–Le estoy hablando de hace veinte años o puede que un poquito más, cuando no había por aquí construcciones tan altas ni la contaminación horrible de ahora. Eso es lo que más les puede a mis hijos cuando piensan que tendrán que regresarse para acá.

–¿En dónde viven? –Loreto sonríe para disculparse–. Ahora soy yo la preguntona, ¿qué le parece?

–Bien. Si está uno platicando, es lo natural –la expresión de Reynalda se ensombrece–. Hace nueve años que se fueron a Chicago. ¡Nueve años! Apenas puedo creer que haya pasado tanto tiempo.

–¿Y ellos nunca han venido a visitarla?

–Una vez nada más, en el 2000. Un primo que también vive allá les metió en la cabeza que se iba a acabar el mundo y que debían venir a vernos –Reynalda suelta una carcajada–. Por mí, qué bueno que el primo los espantó, porque así logré que se quedaran conmigo aunque fuera unos días. Ya sabe cómo somos las mamás. ¿Tiene hijos?

–Pero como si no los tuviera. Soy yo quien les anda hablando por teléfono. Luego vienen a verme, pero siempre de pasadita porque tienen mucho trabajo: Clara es demostradora en los supermercados y en sus pocos días libres vende tupers a domicilio. Isauro maneja la carroza de una funeraria y aparte ayuda a un primo que es dueño de una lonchería. Me duele el corazón de ver que se mate así para que sus hijos medio coman y vayan a la escuela; y eso gracias a que mi nuera también trabaja porque si no…

III

–No se queje, piense que tan siquiera sus hijos están aquí; en cambio los míos tan lejos y pasando apuraciones.

–Pero con la ventaja de que ganan en dólares.

–Ése ya no es negocio. Con tantas prohibiciones y amenazas ya poca gente contrata a los mexicanos y cuando llegan a hacerlo les pagan mucho menos que antes. Así todos salimos perdiendo. Fíjese: a nosotros mis hijos nos mandaban cuatrocientos dólares al mes, ahora nomás la mitad. ¿Se imagina?

–Dos mil pesos que ya no rinden.

–Pues no. De lo poco que gana Everardo y de las remesas tiene que salir para comida, renta, medicinas y, además, los abonos de lo que todavía debemos: un agiotista nos prestó el dinero para que los muchachos pudieran hacer el viaje.

–Ay, pero es que con esos chupacabras, por no decirles más feo, no hay que meterse.

–¿Y quién más iba a prestarnos treinta mil pesos? ¡Nadie! –Reynalda mira a la distancia–. El tipo ése nos la pintó muy bonito y nos dijo que dándole tres mil pesos mensuales terminaríamos de pagarle en poco más de un año. El infame jamás mencionó los réditos.

–Y de eso, ¿cuánto es?

–El quince y si nos retrasamos le carga otros cinco. Le hemos pagado un dineral y cada día le debemos más. De pensarlo, Everardo no duerme. Para mí que esa preocupación es la que lo tiene enfermo; aunque, claro, el golpe que se dio fue tremendo.

–¿Desde qué piso se cayó?

–Gracias a Dios nada más del quinto, porque si ha sido del último, a estas horas estaría llorándolo en el panteón.

–Por decir: fue un accidente con suerte.

–Sí, pero también tuvo sus lados malos. Ya ve: mi esposo quedó baldado, mis hijos se salieron de la escuela y como aquí no lograron encontrar empleo tuvieron que irse a Estados Unidos –Reynalda vuelve a levantar la cabeza–. Cuando Everardo trabajaba en este edificio se sentía orgullosísimo de que lo hubieran contratado para una obra tan importante. Nunca se imaginó que por eso iba a desbaratarse nuestra familia.

–Mire, cosas así pasan aunque los hijos no se vayan a ninguna parte. Ahí tiene a mi Isauro: lleva cinco años de casado, él y Nancy estaban enamoradísimos y acaba de salirme con que se van a divorciar.

–Los matrimonios ya no duran, quién sabe por qué será.

–En el caso de mi hijo, pienso que es por la situación económica y también porque, como siempre están en sus trabajos, él y su mujer nunca se ven; o si acaso un rato, los domingos. Las pocas veces que han venido en esos días, me mortifico mucho porque se la pasan peleando. Me duele sobre todo por mis nietos. Si pudiera me los traería a vivir conmigo pero, ¿en dónde los meto? Ni modo que en mi cuarto de azotea, donde apenas quepo yo. Si mi esposo viviera dormiría con los pies salidos porque el hombre era altísimo.

–Y su hija, ¿no es casada?

–No, y sólo de ver cómo les ha ido a sus amigas dice que prefiere quedarse soltera. Me ha contado que a unas el marido no quiere mantenerlas, a otras las engañan y a casi todas las maltratan. Dígame, ¿qué vida es esta?

–La de siempre. A lo mejor no nos habíamos dado cuenta porque éramos menos y no se hablaba tanto de las cosas –Reynalda otra vez mira hacia arriba–. Pasó lo mismo que con este edificio: cuando no había otros tan altos, se me figuraba inmenso; ahora lo veo chiquito, tan perdido que casi me da lástima. Eso no se lo diré a Everardo. Quiero que siga pensando que, al menos en esta calle, su edificio es todavía el más alto.

 
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