Usted está aquí: jueves 17 de abril de 2008 Política Nostalgia reaccionaria

Soledad Loaeza

Nostalgia reaccionaria

La reforma energética ha sido un pretexto para que los más devotos de los lopezobradoristas ofrezcan una pobre escenificación de sus fantasías revolucionarias. Con su retórica y sus acciones ponen al descubierto la nostalgia por un heroísmo que pretenden encarnar, pero que no han demostrado, ni ellos ni su líder, porque ninguna de sus iniciativas ha supuesto riesgo alguno. No está en juego su vida, ni siquiera tuvieron el coraje de mantener una huelga de hambre, seguramente porque ahí sí podían hacer el ridículo de no aguantarse el hambre. En las últimas semanas tampoco se han jugado su inteligencia porque sabemos cómo brincan y cómo gritan, sabemos que las supuestas violaciones a la Constitución los hacen llorar, que se indignan hasta perder la respiración, que tienen la fuerza para mover curules, pero nos han mantenido en la ignorancia de su capacidad para debatir, de sus argumentos y de su capacidad de razonamiento. El único riesgo que corren es el de perder votos, pero, como bien sabemos, para AMLO y sus fieles se trata de un asunto menor.

No hay duda de que la ocupación de la avenida Reforma durante el verano de 2006 fue una estrategia mal pensada y cara en términos electorales, que acarreó el desplome del apoyo que López Obrador y el PRD acumularon durante la campaña electoral. De suerte que recurrir a esta misma estrategia de bloqueo, pero ahora en el Congreso, parecería inexplicable. Sin embargo, no lo es tanto si escuchamos con atención las recientes declaraciones del líder del FAP que confirman lo que siempre supimos: que le importan muy poco las boletas en la urna –que para los perredistas sólo son frágiles papelitos sin valor. De ahí su alegre disposición a sacrificar nuevamente las posibilidades electorales de sus partidos –porque ya tiene tres–, y su falta de previsión frente a las elecciones de 2009 en las que sus bancadas podrían verse minimizadas frente a la probable recuperación del PRI. Cuando los lopezobradoristas ponen en juego, como lo están haciendo con sus acciones cegehacheras, su fuerza electoral, no dan prueba de audacia, sino de una profunda e inconmovible indiferencia ante la legitimidad democrática, a la que atribuyen una importancia secundaria frente a la convicción de que AMLO es el único y verdadero representante del pueblo. A los lopezobradoristas tampoco les interesan los votos porque no creen en la división de poderes, ni en el papel que toca al Poder Legislativo en la construcción de decisiones de gobierno. Su propuesta de debate nacional sobre la reforma expresa ese desdén, así como la vitalidad de la tradición presidencialista de los priístas que han colonizado la izquierda mexicana. Este tipo de discusiones extramuros se justificaba cuando el Congreso no era representativo, pero aceptarlas ahora es hacer a un lado algunos de los resultados patentes de la democratización, equivale a desconocer la calidad de los legisladores como representantes legítimos de la soberanía popular.

Los lopezobradoristas nostálgicos de una revolución que nunca hicieron, y que probablemente tampoco harán porque ya son muy viejos, porque en el fondo adonde los lleva su líder es a una restauración priísta, porque lo único que les interesa es colocarse el halo de los revolucionarios de los 60, o simplemente porque el contexto democrático en el que actúan reduce la eficacia de semejante estrategia, adoptan sin embargo los gestos y el lenguaje de esa tradición. Poco imaginativos que son invitan a formar “brigadas”, “comandos”, como si estuviéramos en el amanecer de la revolución cubana; cuando organizan a las adelitas, evocan las imágenes románticas de la Revolución Mexicana que creó el Indio Fernández en la edad de oro del cine nacional, a sabiendas de que nada tienen que ver con las verdaderas adelitas que realmente se arriesgaban en el campo de batalla para cuidar a su Juan. Alguna habrá que hasta María Félix y enamorada se sienta. Asimismo, en los enardecidos discursos de los responsables de la movilización resuenan los ecos de los relatos heroicos de los exiliados españoles o latinoamericanos que en los años 30 o en los 70, se jugaron la vida luchando contra dictadores o grupos paramilitares. Hablan como Regis Debray en una entrevista que se publicó hace algunos años, en la que a la pregunta de por qué había querido hacer la revolución en América Latina respondió que como no había podido participar en la Guerra Civil Española, o en la resistencia antinazi en Francia porque era muy joven, había optado por vivir esa aventura en tierras latinoamericanas. O sea, más que una causa lo que movió a Debray a unirse al Che fue el gusto por la descarga de adrenalina. Poco le importaba el costo que para muchos otros tuvo su fantasía revolucionaria.

En el verano de 2006 AMLO mandó las instituciones al diablo. Su condena no fue el ex abrupto de un exaltado, sino la expresión de su muy personal visión de la política, una en que las instituciones –todas y no solamente las electorales– son un estorbo para la voluntad del líder. También lo son los votos en las urnas cuando son insuficientes para apoyar las pretensiones de representatividad absoluta, porque son una prueba de realidad para las fuerzas políticas, son la única medición aceptable de su verdadera fuerza; de ahí que resultados electorales sean inadmisibles para quienes, montados en un acto de voluntad, se empeñan en creer que sólo ellos representan al pueblo, aun cuando el pueblo mismo no lo sepa. La movilización en las calles es también una manera de desconocer el rigor de los votos que devuelven a la realidad a los políticos, es puritito romanticismo, y en política eso nunca lleva a un final feliz.

 
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