Usted está aquí: domingo 6 de abril de 2008 Política Lo que está detrás del paro agrario argentino

Guillermo Almeyra /II y última

Lo que está detrás del paro agrario argentino

El paro rural argentino es una mezcla entre un lock-out empresarial, un paro de pequeños productores, un intento político de desestabilización del gobierno peronista-distribucionista, una protesta legítima contra la arrogancia y el autoritarismo de las autoridades y una protesta atrasada pero legítima del interior contra la centralización del poder en la ciudad de Buenos Aires, que hace imposible el desarrollo local y el federalismo político.

Los pequeños campesinos están desapareciendo y poblando las zonas marginales urbanas desde hace rato, expulsados por la extensión de la soya, a la fuerza, sobre las tierras marginales que ellos explotaban (la soya incorporó el año pasado 4.5 por ciento más de tierras, desmontando o incluso expulsando campesinos de tierras fiscales cuyo “propietario” aparecía misteriosamente de la noche a la mañana y vendía a los soyeros).

Por eso las organizaciones de pequeños campesinos, de Santiago del Estero o de Córdoba, no sólo no han apoyado este movimiento sino que también lo condenan y exigen una reforma agraria que les garantice tierra, insumos, apoyos, y quite poder a sus enemigos directos. Pero decenas de miles de pequeños productores, agrupados en la Federación Agraria Argentina (FAA), una organización integrada a principios del siglo pasado por colonos y trabajadores agrícolas anarquistas y socialistas que formaban cooperativas y luchaban contra los monopolios agroindustriales, son los que actúan como la tropa de choque de la Sociedad Rural, cortando rutas y haciendo manifestaciones en los caminos y pueblos del interior. Hay que recordar que hace unos años esa misma FAA, en cuya dirección hay integrantes del Partido Socialista, formaban parte del Frente Contra la Pobreza junto con la Central de Trabajadores Argentinos y grupos piqueteros y se oponían a la política neoliberal cuyas consecuencias habían sido el hambre, la desocupación y el empobrecimiento, del mismo modo en que vastos sectores de las clases medias urbanas asalariadas formaban asambleas populares y gritaban “¡Piquete y cacerola, la lucha es una sola!” (mientras hoy hacen piquetes los empresarios agrícolas con máquinas y medios de transporte muy costosos y los cacerolazos, con ollas de lujo y de acero inoxidable, son obras de las “señoras bien” de los barrios ricos y de sus retoños elegantes y con zapatos de 150 dólares). ¿Por qué ese cambio? En parte, por el mismo sectarismo político antiperonista que lleva a la mayoría del Partido Socialista a aliarse con la derecha gorila, a la CTA y a los piqueteros maoístas de la Corriente Clasista y Combativa (CCC), hasta hace poco aliados con Kirchner, y a grupúsculos de esa ultraizquierda del 0.01 por ciento en los comicios, como el llamado Partido Obrero, a apoyar el paro agrario hablando de “rebelión popular”. En parte, por la idea estúpida de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo y por la idea oportunista de que si se debilita al gobierno, se podrá después negociar con él en mejores condiciones el reconocimiento (la CTA), algunas bolsas de comida más (la CCC y también PO) y posiciones en el subgobierno. Pero también porque ante la miseria, el asalariado empobrecido reacciona junto a los otros trabajadores y, cuando sale de aquélla, trata en cambio de diferenciarse del desocupado y del pobre sintiéndose “clase media” y de mantener “el orden” o sea, se va a la derecha, mientras el pequeño propietario agrícola, que trabaja directamente la tierra, en las malas es “pueblo” y en las buenas “empresario”, aunque tenga el campo hipotecado y gane mucho menos que los grandes soyeros, pues la soya que siembra en pocas hectáreas no le permiten ser millonario sino apenas mejorar su nivel de vida y sus medios de transporte y de producción, que compra a crédito (y los impuestos le quitan los medios para pagar lo que pidió prestado). Muchos pequeños agricultores arriendan sus tierras a los gigantescos “pools de siembra”, que no poseen tierra propia y explotan a muerte la ajena con grandes medios que los pequeños propietarios no poseen. Éstos siguen, pues, ideológica y políticamente, a sus supuestos benefactores. La estupidez y la arrogancia del gobierno, que así como manda la policía contra los trabajadores para resolver la cuestión social y los conflictos gremiales sólo piensa en la represión policial para disolver los cortes de ruta, hacen el resto.

Una hectárea de soya no rinde lo mismo en las provincias pobres que en la de Buenos Aires, con su tierra fertilísima que no requiere insumos, y en la explotación soyera hay economías de escala, de modo que los grandes cultivadores gastan menos y ganan más por hectárea. Por eso aplicar las mismas retenciones (impuestos) a los pequeños propietarios y a la oligarquía es injusto y provoca que aquéllos se junten con ésta y sean sus tropas de choque políticas. Por supuesto, el país debe exportar, pues se necesitan divisas. Pero habría que crear juntas reguladoras, un nuevo tipo de monopolio estatal del comercio agroindustrial exportador, al estilo del viejo IAPI, desarrollar planes de promoción de los pequeños agricultores para separarlos de la Sociedad Rural, atribuir parte importante del control de los impuestos a las municipalidades y provincias, fijar planes prioritarios de siembra de alimentos, dar apoyo técnico y fletes a los productores pequeños, controlar de cerca de los pools de siembra, que son empresas financieras, organizar a los consumidores y a los pequeños campesinos, hacer que los municipios controlen las fumigaciones soyeras, crear cinturones hortícolas para el abastecimiento urbano y zonas forestales para alejar la soya del poblado. Habría que decidir una reforma agraria que dé tierra a los campesinos y pueble el campo. Pero, sobre todo, se necesita una izquierda independiente, que piense en alternativas y que imponga al gobierno el abandono de su decisionismo verticalista, para poder dialogar y hacer política y no pensar más en soluciones policiales ni en tirar “la bomba de negrones”, o sea, recurrir a la violencia de matones piqueteros oficialistas contra las manifestaciones, por opositoras que éstas sean. Sin izquierda –y en la Argentina no la hay– no hay tampoco democracia.

 
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