Usted está aquí: viernes 21 de marzo de 2008 Gastronomía Antrobiótica

Antrobiótica

Alonso Ruvalcaba
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■ Aleph o falsa miscelánea de pérdidas

Ampliar la imagen "Ceci, Cecilia, Cecilia querida, Cecilia perdida para siempre, soy yo, soy Alonso" “Ceci, Cecilia, Cecilia querida, Cecilia perdida para siempre, soy yo, soy Alonso” Foto: Fabrizio León Diez

Quisiera decir que a Lula, mi perra, le gustaba Cecilia Suárez tanto como a mí, pero no es cierto: de alguna forma siempre se sintió sola junto a ella –¿o intuyó otra cosa, algo menos abstracto?, ve tú a saber–, aunque a veces le tiraba su juguete a los pies o corría a revolcarse unos momentos, muy cortos, a la cama. Era 2002 e, igual que todo el mundo siempre, veníamos rotos por algún madrazo amoroso de mediana intensidad. Al principio de El Aleph, Borges escribe: “La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita”. Nosotros comíamos, medio a escondidas, en lugares cuya desaparición me gustaría que fuera una señal de que el universo se apartaba de nosotros. Ahora lo pienso y duele más, creo, saber que el fracaso de aquellos locales no fue simbólico, sino pura mala planeación, inversiones malhechotas, descuido restaurantero...

En la Condesa, por ejemplo, El Vértice abandonó su mobiliario de no malos bigotes, su servicio intermitente y su mediana carta de vinos, pero también una sensacional sopa de lentejas y un mole de tamarindo muy comestible; cambió de nombre varias veces, y es ahora un antro blanco perdido en el paisaje indiferente de avenida Tamaulipas.  De Trasgu, que estaba en Nuevo León, no recuerdo salvo muchos blancos y algunos detalles naranjas en la decoración y un premio hermosísimo debajo de una falda. En Polanco tomábamos martinis en Nodo –había más de 30 en esa carta–, sobre Newton, donde antes ya habían quitado otro local que nos gustaba: Alfresco. Era blanco con gris, de un piso y medio. Co-míamos salpicón de pato confitado, témpura de vegetales de verano... Ahí cerquita estaba Zurbarán, donde conocimos al chef Pau recién llegado de Barcelona. Tenía una terraza sobre Galileo, y si no me hubiera encontrado esta libretita no sabría lo que pedíamos ahí: sopa de cebolla catalana con caldo de pato y pera fresca, atún con jugo de carne, espárragos y jamón crujiente, bacalao confitado en aceite de oliva sobre cebolla caramelizada. Pobre Zurbarán: duró como seis meses. L’Escargot llevaba como cuatro años en Bosques de Reforma cuando llegamos nosotros a instalarnos en la terraza –eso fue antes del sobrepeso (mío, obvio); va una cena cualquiera: bisque de langostinos, mejillones al gratín con salsa cremosa y salmón ahumado, foie gras con manzanas, caracoles provenzales con albahaca, jitomate y salsa de rosado, crème brûlée; los vinos, eso sí me acuerdo, eran carísimos–; luego lo movieron a San Ángel, fuimos una vez y lo cerraron. También en Bosques estaba Bistro du Vin. Era fácil ser feliz ahí: sopa de tomate: un plato blanquísimo, en su centro un tenue círculo de queso de cabra y un potaje espeso, rojo, denso; salmón rostizado sobre lentejas ahumadas y salsa de vino blanco, con puerros y hueva. En Aquavit C. pedía un huachinango que no logro olvidar: dos filetes unidos y asados a la sartén: entre la piel y la carne impuestos de tomillo, laurel y memorioso romero; debajo, ensalada de espinacas, pápalo, cilantro, perejil, albahaca, berros y flordecalabaza. Era sencillo y fresco como una brisa. (Obviamente también comimos en lugares que no han desaparecido y tal vez tardarán en hacerlo. Ésos no importan, porque esta página es una miscelánea de pérdidas.)

Hace rato de todo eso. Los locales cambiaron de dueño, de giro, de nombre, de comensales. Nosotros cambiamos también, salvo en el hecho de que yo soy invisible y ella es lo contrario, interminablemente. Un ejemplo: la otra noche, al fondo del Súper 7, de Atlixco y Alfonso Reyes, varios retratos de C. atribulaban un revistero. De perfil, en colores; con antifaz, en los carnavales de no sé cuándo; de frente; la mano en el mentón. Era tarde y no podía vernos nadie; en una desesperación de ternura me aproximé a los retratos o a uno en especial, y le dije: “Ceci, Cecilia, Cecilia querida, Cecilia perdida para siempre, soy yo, soy Alonso”. El silencio duró unos segundos; luego entraron unos güeyes y el escándalo con que abrieron un refrigerador y la ostentación con que sacaron unas caguamas detuvieron mi burda excursión a la nostalgia.

 
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