Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 16 de marzo de 2008 Num: 680

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

La música en el aire
JOAQUÍN BORGES TRIANA

De la dramaturgia al teatro
ESTHER SUÁREZ DURÁN

La danza y los bailarines
ISMAEL ALBELO

Una mirada al cine
ENRIQUE COLINA

La diversidad poética
ALEX FLEITES

El desánimo narrativo
ARTURO ARANGO

Arte cubano: mercado, mutación y diversidad
RAFAEL ACOSTA DE ARRIBA

Leer

Columnas:
Mujeres Insumisas
ANGÉLICA ABELLEYRA

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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ALFREDO HLITO: LUZ DE RAZÓN

RODOLFO ALONSO


Dejen en paz a la Gioconda,
Alfredo Hlito,
Ediciones Infinito,
Buenos Aires, Argentina, 2007.

“Yo sospecho de las grandes palabras, porque generalmente no quieren decir nada.” “Nunca escribí por oficio y me cuesta mucho hacerlo, porque tengo tal sospecha de las palabras, que llego a pesarlas hasta el gramo.” “Desconfía de las palabras. Siente que hay un abismo entre el discurso articulado y esa serie de gestos solitarios en que consiste la pintura.” Son algunas citas de Alfredo Hlito sobre el lenguaje y la escritura, a lo largo del tiempo. El lector coincidirá conmigo en que proponerse usar las palabras a la luz de esa exigencia (“Trabajé, pero no lo suficiente”), que colmó y mantuvo Alfredo Hlito durante toda su vida, es por lo menos arriesgado y angustioso. Y sin embargo, no sin sentirme abrumado al mismo tiempo por mi vieja amistad y mi respeto, intelectual y humano, he aceptado el fraterno encargo de su esposa, mi querida Sonia Henríquez Ureña, y de su hija Gabriela, para hacerme cargo nada menos que de la edición de todos sus escritos inéditos.

Aunque calibré la responsabilidad del compromiso, que seguramente me excedía, al mismo tiempo no podía negarme a enfrentarlo. No sólo porque desde siempre fue cordial y afectuoso conmigo, sino también porque, en gran medida, ambos compartíamos el mismo linaje. El destino, que no es sino otro nombre de los dioses, me convirtió de improviso, casi niño, en el más joven de una legendaria revista de vanguardia: Poesía Buenos Aires (1950-1960), que no sólo fue la continuidad natural en lo poético de Arte Concreto-Invención, aquel movimiento del que Hlito fue una figura consular, sino que, por ello mismo, me regaló desde muy joven el contacto con figuras significativas y ejemplares de nuestro arte moderno, entre las cuales la relación con Alfredo, tan distante, tan parco entonces, tan exigente también consigo mismo, fue por parte de él desde un comienzo tan generosa como persistente para conmigo.

Con ser cabalmente merecida, intuyo que la creciente resonancia incluso internacional que viene alcanzando la pintura de Alfredo Hlito (1923-1993) no ha hecho sino comenzar. Y si me parece que tan feliz circunstancia no debería valorarse sin dejar de tomar en cuenta que se trata, sin duda, de uno de nuestros artistas más exigentes con respecto a su obra y menos dados a la complacencia en cualquier otro aspecto (“No pertenecía al género de la pintura instintiva, y le horrorizaba la palabra expresión en la que veía la justificación de la facilidad y de la inercia”), confío en que la perspectiva de dicho reconocimiento se ampliará hasta incluir todos los aspectos de su entera personalidad.

Porque Alfredo Hlito no es sólo un gran pintor, un pintor de raza, sino también un legítimo intelectual, un pensador de fondo, un escritor de ley. Y no menos exigente en estas lides que en sus otros dominios: “Pintaba y también escribía sobre pintura. Sus escritos eran lúcidos, exigentes, documentados. Todas sus inquietudes intelectuales se volcaban en ellos mejor que en la pintura. En una prosa un poco solemne elaboraba hasta lo inverosímil para dar cabida a un afán totalizador.”

Nunca fue demasiado habitual, ni siquiera entre los propios escritores, que un artista fuera capaz de reflexión. Pero en aquel brillante grupo de jóvenes creadores que en 1944 dieron a luz el memorable único número de la revista Arturo, y que al año siguiente fundaron la Asociación Arte Concreto-Invención, tanto el poeta Edgar Bayley como dos pintores, su hermano Tomás Maldonado y nuestro Alfredo Hlito, no eran sólo jefes de escuela, teóricos del movimiento, sino sin duda alguna verdaderos intelectuales, extraordinariamente dotados de pensamiento y expresión. De tal modo que, en todos ellos, pero quizás de una manera que no imaginábamos tan marcada muy especialmente en el caso de Alfredo Hlito, que estos inéditos han terminado por revelarnos ampliamente, la producción ensayística iba a resultar tan significativa como su propia obra creadora. Que ello no haya sido aún debidamente valorado entre nosotros no es su culpa, claro, sino, por el contrario, de la desventurada errancia de nuestra sociedad y nuestra cultura, primero hacia el olvido cuando no a la indiferencia, y últimamente hacia la banalidad, acaso formas de lo mismo.

Yo creo que lo más importante que le debo a la poesía es haber tenido la oportunidad de conocer, muy temprano, y de llegar a confraternizar con gente excepcional, con gente fuera de serie, gente de este país maravilloso y desdichado, que producía y a pesar de todo sigue produciendo riquezas que derrocha o que desdeña, riquezas no sólo materiales por supuesto. Dentro de esa gente que me tocó conocer allá a comienzos de mi adolescencia, creo que una de las personalidades más intransigentes, uno de los artistas más lúcidos, más enemigo de toda retórica, era y es Alfredo Hlito.

Alfredo tuvo siempre una relación muy especial y muy intensa con la poesía y con la palabra. No es sólo uno de los más exigentes y rigurosos pintores argentinos, sino que también, como pueden comprobar precisamente estos textos, es un hombre de una lucidez no sólo en cuanto a la teoría, no sólo como intelectual (porque es uno de los grandes intelectuales argentinos), sino que es un gran escritor, un hombre capaz de manejarse con la palabra en los límites de la exigencia más radical y de esa carencia de solemnidad y grandilocuencia que él aplicó también a su pintura, cuando no a su propia persona.


A LA SOMBRA DEL MUNDO

CHRISTIAN BARRAGÁN


Poemar,
Saúl Ibargoyen,
Universidad de Guanajuato, Col. Exlibris,
México, 2007.

a Iván Cruz

En la cuarta de forros de Poemar, el más reciente libro de poesía del uruguayo avecindado en México desde hace muchos años Saúl Ibargoyen (Montevideo, 1930), podemos leer el siguiente juicio de Juan Gelman –Premio Cervantes 2008, y también honrosamente mexicano por adopción–: “Saúl Ibargoyen pertenece a la estirpe de los poetas verdaderos, una especie mucho menos abundante de lo que el número de libros de poesía en circulación y la crítica de ciertos críticos hace suponer. Es un poeta original y, en consecuencia, suele padece el embate del silencio que le dedican quienes están afiliados a lo novedoso y no a lo sustancial.”

Sentencia que bien podemos extender al conjunto total de su obra poética y, enfáticamente, al volumen que ahora comentamos, puesto que, hasta el momento, aquella “crítica de ciertos críticos” ni siquiera se ha enterado de tan preciados esfuerzos. Pero, sobre todo, porque la escritura de Ibargoyen en Poemar atiende exclusivamente a lo sustancial y ni siquiera se molesta en asomarse a lo novedoso. De ahí que los textos que conforman el poemario refieran directamente, desde el título, a los hábitos y actividades más simples y cotidianos, sustanciales, en la vida del hombre desde tiempos inmemoriales: abandonar, pero también amar; callar y cantar; encontrar y olvidar; llorar y besar; envejecer y morir.

A una lectura atenta no sorprenderá que aquí la voz de Ibargoyen tanto se acerque a la del cubano José Kozer en sus últimas obras (El carillón de los muertos y Práctica), ya que en ambos lo que anima calladamente sus afanes es la celebración de la vida desde la vida en sus hilos más delgados. Así, Kozer ensaya, y haya, la poesía en preparar el desayuno y vaciar el vientre, e Ibargoyen practica su propio cantar en el mismo andar el día a día: “Por adentro de tu voz/ de cada día/ –esa voz que anda/ las calles/ y cruza los mercados–/ crecen una ligera canción/ unas letras sin sílabas/ un tono descuidado/ que ordenan en mí/ los ruidos imperfectos/ caídos a la sombra del mundo.”

Ordenados a semejanza de un índice alfabético, los más de sesenta poemas pueden leerse como otro tanto igual de entradas, por lo que la obra puede iniciarse en la página que se desee. Y es este pequeño guiño de juego o mesurada libertad de la obra para iniciarse donde el ánimo del lector lo indique, la confirmación de que Poemar ha sido concebido bajo la advocación de un diario que sus lectores podemos recoger como un pequeño manual de la vida –la única vida, parece decirnos a cada momento el poeta– que transcurre en este inesperado y contradictorio mundo. Un Mundo donde, sin antagonismos ni absurdos, sino, incluso, milagrosamente, en cada acto y en cada cosa hay una misma arcilla que es llama y ceniza (“En todo fuego persiste/ una fría sustancia/ que también se quema.”) de una sola Vida, “disuelta/ entre todos estos/ nuestros pocos días”.


MARCO ANTONIO CAMPOS, EL FORASTERO

SOFÍA RAMÍREZ

 


El forastero en la tierra,
Marco Antonio Campos,
El Tucán de Virginia/Conaculta,
México, 2008.


Luis Chumacero, Juan Bañuelos, Hugo Gutiérrez Vega, Juan Gelman y Marco Antonio Campos
Foto: Cristina Rodríguez / archivo La Jornada

¿Cómo hablar de ti, Marco Antonio, sin mencionar al otro Campos, al Campos forastero? A Campos el que postergó su regreso a Ítaca para el alba siguiente o al otro Campos que ha caminado incansablemente por la tierra. ¿Cómo no decir que te conozco desde hace años o desde siempre si en cada poema descubro el almendro de flores aromáticas y de frutos amargos? ¿Cómo decir poesía sin decir tu nombre o cómo decir sueño, caída, pájaros, memoria, viaje, herida, sin reconocerte? Y vuelvo a estar aquí, a tu lado, compartiendo el trazo de la mano o el incendio del verso, la mirada cómplice o un paseo con lluvia. Y de nuevo me encuentro la casa alfarera en el jardín y al forastero que sabe de un país azul y blanco, aquél que reconoce la voz de la hierba como dolor al verde, quien alza una casa por el planeta en territorios de nadie . Entonces regresa a mi memoria la historia de otra casa, la de Pinos 8 y el incendio, el adiós del padre y la falda de Graciela, y reconozco al muchacho alto y fuerte, pero también muy tímido o al niño que pasa frente al Cine Ermita en el tren eléctrico rumbo al sur. Aún no entiendo de alacranes ni de muertos ni de noches veraniegas de adiós sin golondrinas, pero sé que tarde o temprano todos entraremos al sepulcro, llenos de ceniza, y que la poesía no es más que un poco de lluvia sobre la hierba. Y no se trata de la razón, porque “la razón engendra monstruos”, que razón y corazón y templo no se unen con la regla. Es sobre todo sobrevivir a las ausencias y a la felicidad que tiene, en el fondo, el mismo cuchillo que la desdicha. Por eso puedo preguntar tantas veces por el bárbaro febrero o por la ribera del Danubio, aunque no obtenga respuesta. En realidad, no la necesito, no hacen falta respuestas cuando se conversa en voz alta, en voz baja, sí, en el diálogo de la poesía. Y en este evangelio según Campos, el poeta dibujó a las mujeres más bellas de la tierra que sólo lloraban en [sus] versos, y una sentencia: Mi vida fue en las letras, no en la vida. Pues ¿qué otro oficio puede tener a quien se le hereda esta pluma atroz, maleducada, para escribir en los huesos de su muerte?

Marco Antonio, hijo de Ricardo y Raquel, hacedor de palabras y de luz, presiento que escribes con la llama del sol en la hoguera del mediodía sobre los girasoles, con el grito doloroso del tigre lanceado, con gotas de sangre del pecho de las golondrinas que no lograron completar el vuelo, y sé que vale la pena el sacrificio, te aseguro, Campos, que valió la pena la apuesta de la acción para entregarle la vida a la inutilidad de la poesía. Y ahora, no lo dudes, tú no conduces el carro de los grandes, tú, Marco Antonio Campos, viajas, como siempre, en primera clase.



Algunas visiones sobre lo mismo.
Entrevistas a poetas mexicanos nacidos en la primera mitad del siglo XX,

Jorge Asbun Bojalil,
Siglo XXI Editores,
México, 2007.

Entre otros Alí Chumacero, Rubén Bonifaz Nuño, Hugo Gutiérrez Vega, Francisco Cervantes, Homero Aridjis, Thelma Nava, Enriqueta Ochoa y Dolores Castro, es decir, muchos de los poetas imprescindibles del siglo XX mexicano, hablan aquí y “trazan un itinerario y van delineando una poética”. Incluye prólogo de Adolfo Castañón.



Memoria y espanto o el recuerdo de infancia,
Néstor A. Braunstein,
Siglo XXI Editores,
México, 2007.

El libro forma parte de la colección Psicología y psicoanálisis y “es la primera parte de una trilogía dedicada a la memoria, donde se articulan […] la filosofía, la historia, la literatura, el psicoanálisis y las ciencias contemporáneas”. La editorial promete la pronta aparición de La memoria, la inventora y Memoria del uno y memoria del Otro. En este volumen se parte, entre otras, de obras de Cortázar, Piaget, Nabókov y Canetti.



Tercera menor,
Alejandro Sandoval Ávila,
Ediciones sin Nombre/Instituto Cultural de Aguascalientes,
México, 2007.

A despecho de lo que puede sugerir Sin muerte ni fulgor, volumen que reúne tres de sus obras narrativas, el autor tuvo a la poesía como primer impulso literario y jamás la abandonó. De ello dan testimonio Agua zarca y La llama en el torrente, por citar dos ejemplos. Como éstos, el poemario Tercera menor “es fruto de una intensa concentración del lenguaje”.