Usted está aquí: domingo 9 de marzo de 2008 Sociedad y Justicia Mar de Historias

Mar de Historias

Cristina Pacheco

Cinco mujeres

En la sala-comedor el aire se ha vuelto denso. El arreglo floral de rosas y azucenas empieza a marchitarse. Sobre los muebles hay platos y copas con restos de alimentos y bebidas. Las conversaciones deshilvanadas apenas se sobreponen a la música que sale del modular. Con el tono de quien ha visto un fantasma, alguien comenta lo que le parece inexplicable: “Anoche hizo un calor tremendo y después sentí que me congelaba de frío”. Otro afirma que el clima se ha vuelto impredecible. Un tercero repite lo que leyó en una revista acerca del calentamiento global. Una mujer se abanica con la mano, habla de su menopausia y pide que abran la puerta para que entre aire fresco. La vecina que pasa por enfrente asoma la cabeza y felicita a Sara por su logro: haber obtenido su título de enfermera a los 70 años.

Sara va al encuentro de su vecina y se disculpa por no haberla invitado a la fiesta: “No la organicé yo. Fue una sorpresa que me dio mi familia. Pásele y acompáñenos aunque sea un ratito”. Sin esperar la respuesta, Sara se aproxima a la mesa, toma un plato con bocadillos y se lo ofrece a la recién llegada: “Están muy sabrosos, y mire que a mí casi no me gustan”. Un muchacho vestido de negro, con aretes, grita desde la barra improvisada: “¿Le sirvo una cubita?” “Pero que no esté muy fuerte”, contesta la vecina, a quien Sara llama cariñosamente Beba. “Pues ¡salud!”

Los invitados se unen al brindis levantando sus vasos y sus copas. Se oye una voz pastosa: “¡Que hable, que hable!” Todos se vuelven hacia Sara y palmean en señal de acuerdo. La festejada niega con la cabeza y retrocede ansiosa por huir de la estelaridad que la cohíbe. La petición se convierte en orden: “¡Que hable, que hable!” “Pero ¿de qué?” Sólo se oye una voz: “De usted”. Sara se desconcierta: “¿De mí? Pero ¿qué podría decirles?”

II

En medio del silencio, Sara observa la alfombra, el techo, las paredes como si allí pudiera encontrar la respuesta que nadie le da. Al fin sonríe:

–Ustedes me disculparán, pero yo no estoy acostumbrada a hablar, y menos en público. Cuando era chica mi abuelo nos decía a mis cuatro hermanas y a mí que las mujeres hablantinas aburren a las demás personas; pienso que se refería a los hombres. Por eso nada más conversábamos con mi abuela y con mi madre, siempre en voz baja, en secreto, como si estuviéramos cometiendo algún delito.

“Cuando perdíamos la infancia y llegábamos a la adolescencia, mi abuelo también nos prohibía otras cosas: ir a la calle sin un acompañante, estar a solas con un hombre, tener amigos, decir malas palabras, beber algún licor y reírnos a carcajadas. Según él, eran señal de libertinaje, de vulgaridad y un desenfreno que podía causarnos desprestigio. Así, ¿quién iba a casarse con nosotras? ¡Nadie! Otras cosas que le disgustaban mucho era vernos arregladitas o con vestidos sin manga. En calidad de solteras debíamos prescindir del arreglo y el lucimiento; ya después, cuando nos casáramos, la responsabilidad de nuestro aspecto y de nuestra reputación quedaría en manos de los maridos.

“Mis hermanas y yo, que dormíamos en el mismo cuarto, por las noches comparábamos la sarta de prohibiciones que se nos imponían por ser mujeres con las extremas libertades de que disfrutaban nuestros hermanos, primos, tíos, padrinos. Nada más por ser hombres ellos podían ir y venir a su antojo, beber, hablar a gritos, carcajearse o mantenerse en silencio sin que nadie los molestara. En cambio, cuando alguna de nosotras permanecía demasiado tiempo callada, mi abuela –vigilante, incluso, del comportamiento de mi madre– nos acusaba de agrias o de tener malos pensamientos y en castigo nos hacía repetir cientos de veces la misma jaculatoria.

“Bajo las sábanas, el único espacio en donde podíamos ejercer nuestras libertades, mis hermanas y yo hablábamos, nos reíamos hasta las lágrimas y nos confesábamos nuestros sueños. El de Berenice consistía en ser niña otra vez, remontarse a los tiempos en que nadie le hablaba aún de su responsabilidad de primogénita: quedarse en la casa, bajo cualquier condición y circunstancia, para cumplir con el deber sagrado de cerrarles los ojos a nuestros mayores en su última hora. Recuerdo a Berenice llorando y explicándose su destino: había venido al mundo primero y antes que nada para cerrar los ojos de los muertos.

“Esperanza soñaba con absurdos: disfrazarse de hombre, como la actriz de una película que habíamos visto, y contratarse como marinero en un barco. Allí el capitán iba a descubrir su verdadera identidad y a casarse con ella vestida de blanco.

“Mi hermana Margarita tenía una voz preciosa. Su sueño era venir a la ciudad de México y presentarse en un teatro donde la oyeran muchas personas, aunque sólo fuese por una ocasión. En el pueblo la invitaban a cantar en las ferias del ganado y de la flor, a las que asistían muchos fuereños. Mi abuelo no le permitió aceptar las ofertas porque no quería que una de sus nietas se convirtiera en mujer pública.

“Leonor era muy inquieta. Le encantaba correr, treparse a los árboles, nadar en la poza grande. Para mi abuelo esas eran cosas de hombre y con frecuencia la reprendía llamándola machorra y desvergonzada. Cuando pienso que Leonor pudo haber sido una gran deportista. Que Dios me perdone: siento mucha rabia contra mi abuelo y también lástima por la pésima educación que recibió y lo hizo dividir el mundo con una barrera entre hombres y mujeres.”

III

Anonadados por el relato, quedamos en silencio hasta que Beba se atreve a romperlo:

–Ya nos describió los sueños de sus hermanas. ¿Cuáles eran los suyos?

Sara inclina la cabeza para ocultar sus lágrimas, pero el tono de su voz denota su emoción:

–Muchos, y fueron cambiando con el tiempo. Si se los cuento van a reírse y pensarán que soy una tonta.

Le aseguramos que no, nada nos importa más que escucharla hoy, un día tan significativo. Ella duda y luego se va dibujando en su cara una gran sonrisa:

–De niña soñaba con poder comerme el corazón de una sandía. Les dije que iban a reírse y lo entiendo porque no saben que en mi casa las primeras cucharadas de la sopa, la pulpa de la carne y el corazón de las frutas eran para los varones de la familia. Se me hacía agua la boca cuando la encargada en turno de servir la mesa separaba el corazón esponjoso y rojo de la sandía para ofrecérselo a los señores. Ya luego nos brindaba el resto de la fruta.

“Después mis sueños fueron de otra monta: pintarme los labios con un bilé de verdad y no con el dulce de grosella que humedecía con mi saliva; ponerme un vestido de mi talla y no el que me heredaban mis tías o mis hermanas mayores; leer un libro que no fuese el catecismo del padre Ripalda; dejar mi cuerpo en libertad en vez de sofocarlo bajo el espantoso corpiño que me aplastaba los senos; tener un suéter con bolsas para ocultar las manos y no sentir el frío de las seis de la mañana, hora en que nos llevaban a misa; posar en un retrato yo solita y no en el último plano de la foto donde siempre aparecíamos las mujeres; tener un reloj y una cartera, como mis hermanos; ir a un baile y, sobre todo, opinar sin que nadie me callara.

“Mientras sólo se los comuniqué a mis hermanas, mis sueños nunca me causaron conflictos. El problema surgió cando terminé la primaria y mencioné una ilusión que ni siquiera los hombres de la familia habían concebido: Cuando sea grande quiero estudiar medicina. Todo el mundo se levantó de la mesa como si alguien hubiera dicho que la comida estaba envenenada.

“No me atrevo a repetir lo que me dijeron. La acusación menos grave me convertía en una perversa que, por motivos turbios, aspiraba a ejercer una profesión de hombres. Mi femineidad quedó en entredicho y se me prohibió que volviera a abordar el tema si no quería que me dejaran sin las clases de bordado que gratuitamente brindaba una distribuidora de las máquinas Singer.

“Muy chica, dependiente igual que mis hermanas, con todos los hombres de la familia en contra, no tuve más remedio que guardar mi sueño, lo que no significa que haya renunciado a él. Cuando estuve en posibilidad de realizarlo –viuda y con mis hijos ya casados– me di cuenta de que el tiempo había obrado en mi contra. No me quedaban ni los años ni las facultades para convertirme en una buena doctora, pero me acerqué lo más posible a esa profesión y me convertí en enfermera.”

Sara se vuelve hacia la mesa en donde quedó su título. Nos dice que, en cuanto lo enmarque, lo pondrá en la pared principal de su departamento. Tiene otros planes: con el primer dinero que gane mandará los retratos familiares con un experto para que imprima imágenes individuales, amplificadas, de sus hermanas. Colgará las fotos junto a la que le tomamos hoy vestida con su uniforme de enfermera.

 
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