Usted está aquí: domingo 27 de enero de 2008 Sociedad y Justicia Mar de Historias

Mar de Historias

Cristina Pacheco

El último libro

Mientras repiten los agradecimientos por la visita del Funcionario B que ya se encamina a la puerta, los ancianos parecen niños despidiéndose de su maestra en el salón de clase. Las voces se transforman en murmullos hasta que sobreviene el silencio. Lo rompe el estornudo de don Carlos. Es el primero de muchos que lo estremecerán. Procura asordinarlos cubriéndose la boca con un pañuelo, pero no logra reprimirlos y se excusa:

–Mil disculpas. Amanecí muy bien y parece que acabo de pescar un resfriado.

Se oyen risas. Todos saben que esas explosiones nasales reaparecen cada vez que se presenta en el asilo algún extraño. La última vez, cuando llegó un delegado a informarles que les quitarían la biblioteca para ceder el espacio a un estacionamiento, la alergia de don Carlos se prolongó durante horas. Terminó con taquicardia, los ojos inflamados y la nariz surcada por venitas rojas y azules que dieron cauce a las burlas de doña Clotilde.

Ya no está en el asilo. Murió hace un año, pero todos la recuerdan. Cuando no hay lector que se preste a amenizar la hora de la comida, los ancianos repiten la manera en que salvó la biblioteca: Clotilde hizo que sus compañeros la ocuparan desde la noche anterior a la demolición, de modo que cuando llegó el piquete de trabajadores los recibieron leyendo, cada uno en voz alta, fragmentos de sus libros preferidos.

Aquella mañana fue una locura. Párrafos del Quijote se mezclaban con versos de Neruda, un cuento de Kafka con la confesión desgarrada de Ana Karenina, un diálogo de Esperando a Godot con una canción de La ópera de los tres centavos, la charla entre Felícitas y el loro con las palabras de Bola de Sebo y el adiós de Santa. Aquel extraño coro que sofocó las explicaciones y las órdenes de los ingenieros acabó por frenar –“¡A ver hasta cuándo!”– el proyecto demoledor.

II

Esta vez no será tan sencillo detenerlo porque abarca la totalidad del viejo edificio. Fue la mansión de una rica heredera. Sin descendencia y al verse traicionada por su marido y su ama de llaves, decidió cederle su patrimonio a una institución de beneficencia que desde los años treinta lo convirtió en asilo.

De eso no cabe duda: la fecha está consignada en el libro donde quedaron escritos los nombres de los primeros albergados: Atenógenes Suárez y de la Osa, María del Refugio Benavides, hija natural; José de Jesús Hernández Godínez, Reina Porfiria Salvador Chagoya…

En los anaqueles más altos de la biblioteca permanecen los archivos. El último libro guarda los nombres de sus actuales moradores: cincuenta personas, entre hombres y mujeres, con sus dos apellidos, pero sin familia que los visite o siquiera los llame por teléfono.

Los cincuenta ancianos no tienen más compañía que la que se brindan entre sí, ni más abrigo que el institucional. Sin embargo, les dijo el Funcionario B al visitarlos esta mañana, no deben temer al desamparo: les están construyendo una “estancia” a orillas de la ciudad, cerca de los tiraderos y el canal hediondo plagado de basura y cadáveres. Ese horror –agregó el informante– desaparecerá muy pronto para convertirse en un sembradío atendido por los floristas expulsados de El Vergel: nueve hectáreas ya ocupadas por una megaplaza donde las 24 horas se venden equipos de computación y autopartes. Además alberga un gimnasio, cuatro cines y un restaurante japonés.

“Todos avanzamos al mismo ritmo”, afirmó satisfecho el Funcionario B antes de agradecer la atención brindada por los ancianos y salir a toda prisa de la sala de usos múltiples en donde a los pocos minutos comenzaron a escucharse los estornudos de don Carlos.

III

Solos otra vez, los asilados volvieron a sus rutinas. A las once de la mañana, hora en que se reúnen para beber té de manzanilla con gotas de limón, don Carlos se brindó a ser lector a la hora de la comida. Pasó un buen rato en la biblioteca y al recordar que David Copperfield –uno de sus personajes predilectos– se consolaba de sus desdichas leyendo relatos infantiles, eligió el tomo Cuentos de hadas clásicos.

A las dos de la tarde se presenta en el comedor atestado de ancianos, pone el volumen en el atril y antes de emprender la lectura levanta los ojos al cielo: “Cuánta falta nos haces, Clotildita. Si estuvieras aquí algo se te ocurriría para salvar estas paredes”.

“¿Qué dijo?”, pregunta a gritos Eduviges, afectada por una sordera progresiva que irrita a sus compañeros y la aísla cada vez más. Mariano, su vecino en la mesa, se lo repite de mal modo. Eso basta para que los demás recuerden aquella mañana inolvidable en que se cruzaron las épocas y los textos literarios salieron en defensa de su biblioteca.

El entusiasmo decae ante la reflexión de don Carlos: “Clotilde ya no está. Falta muy poco para que nosotros nos vayamos de aquí”. Abre el libro y lee un cuento elegido al azar: Barba Azul. “Había una vez un hombre que era dueño de magníficas posesiones en el campo y en la ciudad; vajillas de oro y plata, muebles con hermosas fornituras…”

El llanto de Samuel y el estruendo de los platos que arroja al suelo de un manotazo interrumpen a don Carlos y provocan inquietud: “¿Qué le pasa?” En tensión esperan la respuesta de Samuel: “Nunca quise tener nada más que una casa modesta, un techo bajo el cual morir tranquilo rodeado por mi familia. Nada fue como quería: mi mujer hace años está bajo tierra; mis hijos y mis nietos me olvidaron. ¡Quién sabe en dónde andarán! Batallé todo el tiempo y al final de mi vida lo único que tengo es mi cuarto en este asilo. Lo conozco mejor que la palma de mi mano, sé todos los colores que hay bajo la última capa de pintura: blanco, verde, amarillo. A ciegas puedo encontrar el sitio en donde está la grieta que yo mismo resané. Esto es mi mundo y si lo pierdo…”

Desde el otro lado de la mesa Faustina alarga el brazo para tocar la mano de su amigo y consolarlo: “No se ponga así. El Funcionario B dijo que nuestras nuevas instalaciones serán muy modernas y que ya están sembrando muchos arbolitos.” Don Carlos cierra el libro y se acerca a la ventana para mirar los fresnos que llevan décadas sombreando el jardín: “¡Arbolitos! ¿Tendremos tiempo para verlos crecer? No lo creo, pero aunque así fuera algo me faltará: el nombre de una mujer para grabar sus iniciales en la corteza de un árbol, como hice al poco tiempo de que entré aquí y me presentaron a Clotilde. El jardinero me llamó la atención porque, según él, con mi ridículo romanticismo había herido de gravedad al fresno. Pensé que iba a derrumbarse, desangrado, pero no fue así. Mírenlo, sigue allá frondoso, cada año más alto”.

Eduviges se reúne con don Carlos y después, uno a uno, los asilados abandonan sus asientos para mirar por la ventana y decir lo que les recuerda la visión del jardín con la capilla al fondo, el quiosco en medio y las bancas de piedra junto a las veredas. “Allí me sentaba a escribirles cartas a mis hermanos.” “Pasé horas rezando hasta que me llegó la serenidad.” “La primera mañana que me puse a hacer mis ejercicios en aquel rinconcito se burlaron de mí; pero después hasta hacíamos tablas gimnásticas.”

Don Anselmo abre una hoja de la ventana y aspira el aire fresco: “¿Recuerdan cuando organizamos aquel maratón de baile? Terminó a las diez de la noche y como no queríamos que toda aquella gente joven se fuera, les cerramos la reja. ¡Qué susto se llevaron!” Todos ríen porque recuerdan aquel capítulo de una existencia que han compartido durante diez o quince años; algunos, como Eduviges, más.

Aun sin dientes, con el mentón salido y la escasa cabellera, conserva restos de su antigua belleza: “Cuando yo era muchacha y pasaba frente a este asilo me preguntaba cómo vivirían los viejos. Desde hace muchos años lo sé porque lo he experimentado en carne propia: vivimos apoyados unos en otros, como las piedras que forman las paredes de este asilo. Al mirarlas me dicen tantas cosas”. Mariano le rodea los hombros con su brazo: “Ahora que usted lo dice, me sucede lo mismo. ¿No creen que las paredes son como páginas de libros, sólo que en lugar de letras tienen fisuras y en vez de contar historias inventadas relatan hechos reales, vividos por la gente? Cuando demuelan todo esto nada quedará de nosotros”.

Don Carlos chasquea los dedos en el aire: “¿Por qué no se me había ocurrido? La memoria defiende las piedras”. Advierte algunas expresiones azoradas, burlonas: “Tengo un plan: evitamos que nos despojaran de la biblioteca leyendo en voz alta, ¿no? Esta vez haremos lo mismo: sólo que en lugar de leer, les contaremos a los demoledores, o como se llamen, todo lo que hemos visto y vivido aquí”.

Eduviges ladea la cabeza: “Les diré que el día en que usted entró por esa puerta y vi sus zapatos de charol, muy brillantes, pensé: Este señor debe haber sido director de orquesta. ¡Y le atiné!” Hay risas y aplausos. Don Carlos corre al salón de música, al lado del comedor, asienta las manos en el piano y comienza a tocar el único danzón que recuerda. Don Samuel tiende la mano hacia Faustina y bailan. Enseguida se forman otras parejas. Danzando se desplazan por el jardín y los corredores mientras sueñan en que las ramas y las piedras siguen contando sus historias.

 
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