Usted está aquí: domingo 27 de enero de 2008 Opinión Atar casos sueltos

Bárbara Jacobs

Atar casos sueltos

De casos sin resolver, me intriga el de la segunda esposa de un acaudalado libanés, empresario textil naturalizado mexicano, que a finales de la década de los 60, en las oficinas de su propio edificio, frente a la Torre Latinoamericana, en el corazón del hoy llamado Centro Histórico de la ciudad de México, fue degollado. El asesino depositó la cabeza encima del escritorio de la víctima.

También originaria de Líbano, la viuda, que de la pareja es la que me interesa, sobrevivió a su marido más de 20 años. Su vida fue la de una mujer de su medio y con sus circunstancias particulares, es decir, de amplia desenvoltura económica y en fiero control de todos sus bienes, aunque sin mayor interés en el mundo, el país, la cultura o casi ninguna otra cosa que su propio bienestar, el de sus hijos y, en última instancia y a regañadientes, el de sus hermanas, cuatro solteronas y sólo una, la menor, casada y madre como ella.

Salvo por las particularidades de su propia muerte, el sobresalto más difícil que enfrentó en sus setenta y tantos años de existencia fue, tal vez, el forcejeo que se desató entre los hijos de la primera esposa y ella misma como resultado de la conformidad, o más bien, inconformidad, con el legado del padre y esposo, pero esto, aparte de ser previsible, no ocasionó sino que entre los medios hermanos los sentimientos fraternos fueran marcadamente antagónicos.

El otro contratiempo que resistió en su vida fue con sus hermanas. El contraste de su posición económica frente a la de ellas cinco, incluyendo a la casada que, por otra parte y a pesar de ser, a su vez, madre de seis hijos, vivía lo suficientemente bien para no codiciar ni necesitar la ayuda de su hermana millonaria, fue motivo de un sinnúmero de diferencias y de malestares entre ellas. Y no me refiero a que ella bebiera y sus hermanas no, ni a que ella fumara, ¡cómo fumaba! Me refiero solamente a que ella tenía más dinero que las otras.

Por más discreción que mantuvieran respecto de sus asuntos de familia, era sabido que las cuatro solteronas, y una de ellas en especial, causaban aprietos sociales que incomodaban a todos los involucrados, y no por abstemias o no fumadoras. Para dar un ejemplo, la más alta y corpulenta de las seis era, digamos, excéntrica, para no herirla al definirla de ninguna otra manera. Por piedad, nadie aludía a sus rarezas, pero mucha gente las padecía. Memorablemente, la señora de la habitación 315 del pabellón de maternidad del Sanatorio Español. En su segundo día de encamada, después de un parto malogrado, para animarse veía una comedia por televisión cuando una mujer voluminosa irrumpió en su cuarto y, sin palabra de por medio, cambió el canal del aparato de televisión y se acomodó en el sofá a ver la telenovela de las seis de la tarde.

Por cierto, el tipo de entretenimiento de la solterona rara no difería de forma considerable del nivel de los pasatiempos de la viuda adinerada. Con uno u otro de sus hijos, viajaba a Las Vegas a jugar por lo menos dos veces al mes, favorecida por la ventaja adicional de que su primogénito fuera piloto aviador y, a partir de un momento dado, director general de una compañía de aviación.

Le gustaba arriesgar su dinero en el juego, pero la perturbaba que sus hermanas esperaran que ella cubriera los gastos siquiátricos de la solterona, de conducta, digamos, alterada y antisocial.

Se podría decir que su vida giraba alrededor de estos viajes ludópatas. Mediante tratamientos físicos, se preparaba para ellos y descansaba de ellos. Entre las muchas formas a su alcance de ocuparse de esto, su favorita era recibir una friega de alcohol antes de acostarse. Y la última, precisamente, ocasionó tanto su muerte como la intriga que su caso me despierta.

Como era su costumbre, antes de ponerse el camisón pedía a su cuidadora una de sus friegas. En esta ocasión, sin embargo, no bien se sintió cubierta de alcohol, tendida boca arriba en toallas sobre el colchón de su cama, encendió un cerillo para acto seguido encender un cigarro. El flamazo fue inmediato, y no diré sino que, a pesar de cuanto se hizo por salvarla, incluyendo su traslado a un hospital especializado en Texas, no sobrevivió a sus quemaduras y murió entre llagas y gritos en cosa de días.

Pero lo que a mí me intriga más de su caso es saber qué fue de su cuidadora, si se contempló considerarla culpable o si se le permitió continuar frotando alcohol a ancianas y por ahí anda.

 
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