Usted está aquí: martes 4 de diciembre de 2007 Sociedad y Justicia Invade zozobra a damnificados de Chiapas ante futuro incierto

Tras la desgracia, a qué regresar a Juan de Grijalva, dice anciano refugiado en Ostuacán

Invade zozobra a damnificados de Chiapas ante futuro incierto

En todos los albergues reprochan: “ya no queremos sardinas ni atún; que se los coma el gobierno”

Demandan atención sanitaria las 24 horas; denuncian robos en las casas evacuadas hace un mes

Elio Henríquez (Corresponsal)

Ampliar la imagen En Ostuacán son construidas 80 cabañas de madera para albergar temporalmente a los damnificados de Juan de Grijalva En Ostuacán son construidas 80 cabañas de madera para albergar temporalmente a los damnificados de Juan de Grijalva Foto: Víctor Camacho

Ostuacán, Chis., 3 de diciembre. Con la mirada perdida y arrastrando los pies por el peso de sus 80 años, Antonio Cruz Pablo deambula por este pequeño poblado, donde está albergado desde hace casi un mes.

“Me voy a morir y la tristeza nunca se me va a quitar”, afirma al recordar que a causa del derrumbe del cerro Encantado, el 4 de noviembre en Juan de Grijalva, fallecieron su esposa, Guadalupe Juárez Bouchot, y su nieto Eduardo Cruz Juárez es uno de los seis lugareños que continúan en calidad de desaparecidos.

“Cuando me llevo la cuchara a la boca, cuando ando caminando me acuerdo de ellos”, agrega el anciano, quien afirma que tenía siete meses de vivir en la zona del desastre. “Trece mil pesos nos había costado la casa con un solar y media hectárea”.

En medio de la incertidumbre y como si en el apellido llevara la penitencia, Cruz Pablo está seguro sólo de una cosa: “Si no me mata la enfermedad, me va a matar la tristeza”.

Cinco albergues

Como la mayoría de las más de 700 personas que desde el 5 de noviembre están en cinco refugios de este poblado, Antonio deja la colchoneta sobre la que duerme en un aula de la escuela secundaria técnica 52 apenas aclara. Va de un lado a otro o se sienta y después, a las ocho de la mañana, hace fila para recibir sus alimentos. Regresa con el plato con huevo y tortillas.

Invariablemente se va a una especie de tocador que está junto a los baños, se quita el sombrero –“porque así es la costumbre”– y, de pie, se lleva lentamente los alimentos a la boca, ajeno a lo que pasa a su alrededor porque además padece de sordera. “La comida no me sabe a nada; no está ella”, expresa, evocando a su esposa.

Termina de desayunar, se pone el sombrero nuevamente y entra en el baño a lavar el plato y la cuchara, como hacen los demás. Regresa a su “cuarto”, guarda los utensilios y sale a “tristear” al centro del pueblo, ubicado a pocas cuadras.

Un buen rato pasa mirando –sin poner mucha atención– cómo decenas de hombres construyen 80 cabañas de madera, en las cuales serán ubicados temporalmente los pobladores de Juan de Grijalva esta misma semana. A veces se va al parque o la esquina donde paran las camionetas de transporte público.

Regresa antes de la dos de la tarde para hacer fila nuevamente y recibir alimentos. Después de comer descansa un poco y cuando baja el sol sale otra vez del albergue “a tristear” al pueblo. Retorna antes de las ocho de la noche para cenar e irse a dormir.

Así ha transcurrido un día más en la nueva vida de Antonio, quien antes de ir a dormir afirma, sin dejar de llorar y secarse las lágrimas con un pañuelo azul: “Salgo a tristear, ando por donde quiera, pero aquel pensamiento, aquella tristeza no se me olvidan; voy a comer y me acuerdo de ella, que dormía al lado mío. Para mí, es un dolor grande.

“Estoy pensando en ella nada más: yo y ella; voy caminando: yo y ella, yo y ella. No se me puede olvidar, pué. Nada más espero la hora para ir a alcanzarla. Cuando Dios disponga de mí, contento me voy a ir a alcanzarla.”

Recuerda a su nieto. “Ese pobrecito no salió del río, ahí quedó enterrado; en enero iba a cumplir nueve años. Sus palabras parecían de un viejito, cómo platicaba con la abuelita, y mi esposa igual. Un mes antes estábamos trabajando y ella me dijo: ‘Este trabajo lo estoy haciendo para que cuando yo me muera te acuerdes de mí’. Pero después de la desgracia, a qué regresar; aquí me quiero morir”, asevera.

Sin dejar de llorar, pero aparentemente sin arrepentimiento, cuenta que sus dos hijas y un hijo –que viven en Coatzacoalcos, Veracruz, y en Guanajuato– les habían insistido desde hace años en que se fueran a vivir con ellos, pero prefirieron quedarse aquí. Antes de llegar a Juan de Grijalva vivieron 14 años en Progreso Chintul, cerca de la presa Malpaso.

En su casa, hasta hace un mes, él se dedicaba a trabajar la tierra, con su difunta esposa, que le ayudaba, aparte de hacer los oficios del hogar. “Pero aquí no hay nada qué hacer; estoy aburrido.”

En esta cabecera continúan operando los cinco albergues. Aparte de Juan de Grijalva, los refugiados proceden de Sayula, Salomón González Blanco y La Laja, evacuados por prevención.

En algunos casos los alumnos de las escuelas habilitadas como refugios no han regresado a clases. Algunas aulas son utilizados durante el día para que personal del Consejo Nacional de Fomento a la Educación dé clases a los niños albergados, algunos de los cuales las reciben en el patio, bajo un árbol.

En todos los refugios se escucha un reproche: “Ya no queremos sardinas ni atún; que se los coma el gobierno”. Y una demanda: “Que haya personal de salud las 24 horas”, en lugar de las ocho que los atienden.

Este lunes llegaron más bolsas de ropa enviadas por el DIF, pero los damnificados no le hacen mucho caso.

Ahora la preocupación de muchos es la seguridad de los bienes que dejaron en sus viviendas desde el 5 de noviembre.

“Hace unos días regresé, y ya me habían robado mi molino”, afirmó Olivia Ledazma. “Yo confiada con que me lo iban a cuidar, porque en las casas hay unos papeles que dicen: ‘resguardado’, y nada”. Otro campesino señaló que también el molino de su tío Benjamín Pérez desapareció.

“Los que queremos es que nos den garantías y, si se pierden las cosas, que el gobierno se haga responsable y nos pague”, insistió la damnificada.

 
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