Usted está aquí: lunes 12 de noviembre de 2007 Cultura Pulgares al ataque

Hermann Bellinghausen

Pulgares al ataque

Al terminar el desfile de modas, que fue largo, ruidoso y fantasmagórico, en mi refugio entre meseros yo había ya acabado de estar, y esperaba que Voltaire se desafanara pronto y pudiéramos pasar a retirarnos. Pero el party playero apenas comenzaba. El atavío cabaret-punk que ella trajo para la ocasión resultó interesante para los fotógrafos de moda, los de sociales y los pararazzi por igual. La inteceptaban para predirle su nombre, nada más. En estas reuniones chic lo único que importa es tu nombre, el resto de la conversación sale sobrando.

Como sea, Voltaire agarró la onda, se zafó en cuanto pudo y la alcancé en el portal, para ya de allí ir por el coche.

–¿Dónde te metiste, que no te vi?

–Me puse atrás de la estación de meseros –dije.

–Habrá estado divertido, supongo –se burló.

–Pues algo, no creas. Unos estaban en la acción de las drogas, otros no. Se notaba a leguas.

–¿Y eso qué tiene de nuevo? ¿Te traje aquí para que descubrieras el hilo negro? Qué güeva.

Así las cosas, no me atreví a confesarle que el desfile lo vi por tele, pero sí le dije que la vi con quién estaba, y dónde, al borde de la pasarela.

Pisando la vereda de grava hacia el valet parking, aquí obligatorio, Voltaire dio su ticket a un tipo que entre semana debía ser cadenero de algún bar, y en lo que esperábamos el jeep, ella dijo al tipo:

–Tiene usted buenos pulgares.

Ni el tipo ni yo entendimos qué quiso decir. Pero él, discretamente se miró la mano derecha, como buscándose qué tenía de especial su dedo gordo. Pasó un rato largo. El valetero regresó diciendo que no encontraba el jeep. Voltaire le arrebató suavemente las llaves, me jaló de la mano y echó a caminar rumbo al vehículo. Anduvimos entre camionetas blindadas y hombres de traje dentro y fuera de ellas; algunos hacían ostentación de sus pistolas. Me pareció ver un riflesote por ahí. Pasamos al lado de una Cherokee azul oscuro, por cuya ventanilla asomaba la mano del copiloto. Anillo grande, de oro. Voltaire lo miró, aún después de haberlo pasado. Segundos después se detuvo. Giró atrás y se dirigió al chofer a través de la ventanilla esa noche tibia, a la luz de magníficas antorchas artificiales.

–Jefe, qué buen pulgar tiene usted.

El chofer pegó un respingo, y yo ora sí me preocupé. Ella le extendió la mano, y el tipo se la tomó.

–Ya decía yo. ¿Lo ha peleado?

Lo decía del pulgar como quien habla de un gallo de pelea o un perro de perrera perra. Para colmo, el tipo la miró sonriente, le miró las piernas con descaro y dijo, sorprendido:

–De hecho, sí, preciosa.

–A ver, ven acá –dijo Voltaire y se colocó en el borde del cofre de la camioneta frente a la defensa, apoyó el codo y con esa mano hizo el ademán sinónimo de sus palabras.

El individuo se alisó el saco terracota, no traía corbata. Para guarura, estaba tropical. Abrió la portezuela, descendió, cerró parsimoniosamente y tomó su posición en el cofre. Puso el codo derecho frente al de Voltaire. Por un momento pensé que se pulsarían unas vencidas. De momento no me aproximé. Las cosas se estaban poniendo raras. Al ver su concentración, él de espaldas a mí, ella de frente clavándole los ojos al oponente con una fiereza que no le conocía, otros guaruras se aproximaron, y luego yo.

Bajaron los brazos, casi verticales. Se habían cogido las manos fuertemente con los cuatro dedos menores, como gancho, y sus pulgares, en efecto, luchaban. Ella atacó sobre el otro pulgar y este dio un contragolpe y abatió el ágil pulgar de Voltaire. No le conocía esa gracia. Siguieron una serie de jabs y fintas, y de pronto el tipo se sintió confiado y se lanzó al ataque, ya parece que una morra iba a ganarle. Error. Ella abrió su pulgar muy atrás de los 90 grados, casi tocándose la muñeca, con elasticidad de arpista o bailarina, y dejó el pulgar del otro hundirse por el centro y desde donde estaba saltó con toda la yema redonda y aplastó con tal fuerza que el pulgar del otro desapareció entre los ocho apretados dedos restantes.

El chofer sudaba. Ella no. Lo soltó y le dio las gracias. El otro no se reponía del azoro. Los demás guaruras chanceaban, se reían fuerte, tan inseguros como yo de haber entendido lo que acaba de suceder.

Mientras llegábamos al carro y lo abordábamos, le pregunté que qué le preguntaban los reporteros y ella dijo que su nombre. Le pregunté que cual les dio y ella me respondió que el verdadero. Al fin que nadie lo conoce, agregó la muy canija. Me quedé pensando que ni yo sabía cómo se llamaba, y que me iría a enterar el mes que entra en alguna revista del corazón en la parte de sociales. Se lo dije, se rió un poco y se quedó pensando todo el camino de regreso.

 
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