Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 11 de noviembre de 2007 Num: 662

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Una polémica con
Ortega y Gasset

ARTURO SOUTO ALABARCE

Sánchez Mejías: las tablas, el ruedo y la vida
OCTAVIO OLVERA

Mujeres poetas del ’27:
un olvido que no cesa

CARLOS PINEDA

Breve antología

La danza de los quarks
NORMA ÁVILA

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGUELLES

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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Enrique López Aguilar
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De cómo llegaron a México dos libros de creación literaria de Carlos Blanco Aguinaga (I DE IV)

En un primer momento, conocí a Carlos Blanco Aguinaga gracias a César Rodríguez Chicharro. Eso ocurrió entre enero y febrero de 1984, cuando se comenzaba a publicar una serie de siete artículos en la Revista Mexicana de Cultura que yo dedicaba novatamente al análisis de la poesía chicharriana. Desde el año anterior, don César me había prestado todos sus poemarios para hacer una lectura de obra inconseguible, así que, a principios del '84 y durante el curso de una comida con José Luis Arcelus, en el restaurante Hipódromo, me dijo: “Don Enrique, como usted es el único que se ha interesado en mi obra, le quiero regalar este ejemplar de una antología que han publicado en España para reunir a mi generación; además, quiero pedirle que se haga cargo de preparar una antología de mi obra poética, que me han encargado en Chiapas, por culpa de Ángel José Fernández, a quien usted ya conoce.” Y ahí estuvo. Parecía una reunión de cuates presentes y ausentes. Don César me regaló uno de sus dos ejemplares de la multicitada antología de Peña Labra, me embarcó en la preparación de En vilo, que sería, a la postre, su último libro de poemas (y que él no alcanzaría a ver publicado), amarró una amistad que ya se estrechaba con Ángel José, y me dejó anclada la promesa de otra con Carlos Blanco Aguinaga, en el futuro.


Carlos Blanco Aguinaga y Enrique López Aguilar
Foto: Jelena Rastovic

El segundo momento ocurrió durante una comida con Federico Patán. Le pregunté: “Hay poemas de Carlos Blanco Aguinaga en la antología de Peña Labra, me sorprende que Susana Rivera no lo incluya en la suya y Eduardo Mateo Gambarte no lo menciona como poeta en su Diccionario. ¿No sabes si esos poemas ya los reunió en libro o plaquette ?” Con malicia, me respondió: “¿Y por qué no se lo preguntas a él, directamente?” Federico confesó que no conocía en persona a Blanco Aguinaga, que había leído parte de su obra narrativa –conseguida en España–, que ambos habían estado a punto de encontrarse en un congreso y que se habían cruzado algunas cartas. Y me dio la dirección cibernética del doctor Blanco Aguinaga. Así fue como se cerraron las dos pinzas de esta misteriosa trama: dos queridos y respetados maestros y amigos de la llamada generación hispanomexicana me acercaron, así nomás, con Blanco Aguinaga, habitante de La Jolla, en California.

A Carlos ya lo conocía. Había leído sus poemas publicados por Peña Labra y su amenísimo y erudito Ensayos sobre el exilio español, en Serbia (de donde es originaria Jelena, mi esposa), en septiembre del año pasado, para no perder contacto con la lengua castellana en un lugar donde casi no se habla español. Ahora, por recomendación de Federico Patán, debía escribirle a un multicitado doctor del Colegio de México y conocido narrador y ensayista, para preguntarle si ya había publicado sus poemas y, de haberlo hecho, que por favor me diera la referencia, pues deseaba conocer toda su obra poética para hacer una antología de ella e incorporarla a una que abarcaría a todo su grupo generacional. En vísperas del primer cumpleaños de Milena, nuestra hermosa hija, decidí escribirle una carta al doctor Blanco Aguinaga, con la premonición de que me iba a mandar al carajo. Y, para mi enorme sorpresa, no sólo no lo hizo, sino que, además de mostrarse como una espléndida persona, fue extremadamente cortés y amistoso. Y de ahí pa'l real: don César y Federico habían cerrado sus pinzas: todo estaba a punto para que también Carlos y yo nos hiciéramos amigos.

Al día siguiente de la primera carta, Carlos se mostró un tanto sorprendido de ser buscado como poeta y no como narrador, por lo que me diría en carta del 20 de enero de 2007: “ Lo de mi propia poesía es ya otra cosa. La hay, en efecto, pero –como usted dice– [todavía nos hablábamos de usted ] ‘secreta'. Tengo lo que podría ser un librín de unas cincuenta páginas al que titulo D. F. y alrededores , y que empieza en México para luego saltar a diversos sitios (Madrid, ¿principalmente?) […] Pero, aunque conservo versiones casi finales en papel, lo que fue la versión final se me fue al cielo electrónico cuando se me rompió mi anterior disco duro, hará ya casi un año. Si de verdad le interesara podría intentar meter lo del papel en la computadora. Pero no sé. Quiero decir: que no sé como hacerlo y que no sé si quisiera enseñarle a nadie lo que tengo. No por nada ‘secreto', sino porque nunca he creído ser poeta (hace siglos, cuando una vez le dije eso a Emilio Prados, él me dijo, sencillamente: ‘Si no crees ser poeta, es que no lo eres').”