Usted está aquí: domingo 7 de octubre de 2007 Cultura El hotel de Coral

Bárbara Jacobs

El hotel de Coral

Una vez que te gusta un poema de un poeta tienes en tus manos al poeta. O él te tiene en su red. El cirquero que te creías pisó mal la cuerda floja y cayó, pisaste mal la cuerda floja y caíste, cirquero lunático. Un poema te distrajo o te atrajo al vacío. La fuerza de atracción de un poema que te gusta es el origen del eco. “Aquí todos los espacios están invertidos”, escribe Coral Bracho en un Cuarto de hotel. “Tal vez reconozca la fisonomía de mi cuarto / por su revés.”¿Cómo no voy a perder el equilibrio? La otra posibilidad es ponerme los zapatos de Kafka, que era tan alto que se distinguía entre una multitud. Chapotearé. Las palabras de un poeta siempre te quedarán grandes. Sabe tanto más que tú que acorta las líneas de sus profundos parlamentos y guarda silencio. Tú parloteas porque sabes poco y sabes menos cuando te acuclillas con un poeta ante las ruinas de un teatro romano frente al Mediterráneo rojo. Oíamos las explicaciones de la guía, en el mes de julio en Cartagena, en España. Distraje a Coral porque el sol me cegaba y la acompañé a tomar un vaso de agua en un bar porque Horacio cantaba en sus oídos y ella quería oírlo entre pequeños sorbos de agua dulce y helada. Intercambiamos penas de nuestras mamás enfermas, lejos, en espera de nuestro regreso cargado de crónicas de viaje. ¿Qué me ata a Coral aparte de saber que no estamos solas? “Hay otro inquilino en este cuarto”, escribió; “pero no parece vernos.” El otro “duerme en un catre pequeño” y “cada uno de sus enseres / parece ir cobrando forma”. Se refiere a que el “catre, antes difuso y azulado / como una sombra, es ahora definido / y conciso.” Seguimos al grupo de arriba abajo de la vericuetosa ciudad de museos nuevos que exhiben piezas antiguas recién encontradas. Coral hablaba y yo me prendía de sus palabras. La encontré animada y contenta, como si entre sueños hubiera escrito cien poemas, dedicados a Marcelo, que es su Robert Browning, y a Lorena y Lucía, la mayor y la menor de sus hijas delgadas, blancas, altas y sonrientes. Caminan por San Ángel con las pisadas de quien musita, porque las calles son empedradas y las piedras son del río. Coral cargó a sus niñas en brazos hace más de una veintena de años. Nos apretujamos a cada lado de una mesa junto a la misma ventana de un café de Nueva York, arropados los seis, ellos cuatro y nosotros dos, después de una lectura mía en un salón con unas cuantas sillas ocupadas, los abrigos en los percheros a la entrada del Centro sobre Park Avenue, que aquella vez acogió con humanitaria discreción a escritores siempre vagabundos para el roce con escritores sofisticados a los que acoge con bombos como corresponde al mundo del espectáculo, ajeno tanto a los poetas como a los escritores que sean vagabundos de corazón. Coral y yo nos conocemos más porque hemos estado al tanto la una de la otra desde la época de las plaquetas de La Máquina de Escribir en los 70 que porque discutamos de las cosas del mundo como si supiéramos de qué estuviéramos hablando, o que porque nos burlemos de los mismos errores de la vida diaria de aquí y de allá. Nos une nuestro ser amado distante porque las dos extrañamos al que se encuentra lejos. “Pagamos por el cuarto de hotel / pero está ocupado”, anotó Coral en un poema cuyo título asegura que Lo tiene a salvo, por “el cuidado minucioso que pone / en borrar todo trazo de su presencia”. En una ocasión Coral me alcanzó corriendo una mañana de lluvia gris, de gotas de aguja, del otro lado de un pequeño parque sin nombre frente al Convento del Carmen cuyas campanadas precipitaron el final de mi descanso injustificado en una banca de pueblo. “Te vi caminando”, me informó Coral agitada; “así que detuve el coche en una orilla, abrí la portezuela y corrí a contarte que te había visto caminando.” Sonreía, y su sonrisa me abrigó durante el resto de mi caminata, me llenó de compañía segura en el incierto “tiempo, más delgado / y opaco” que “nos va enredando”, los campanazos se atenuaban, igual que la lluvia directa sobre la cabeza cabizbaja, un bautizo sin paraguas. Quería, siempre quiero, abrir los brazos como quien da la bienvenida al libro nuevo de un poeta. Entre la maleza, destaca el canto del poeta, la voz atormentada que encuentra luz para abrir el paso en el vacío que “nos orilla a perder consistencia”. Es que aclara, “Si no fuera por uno que otro niño que en ocasiones / voltea y sostiene nuestra mirada, dudaría / que estamos aquí”, perdidos en un poema.

 
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