Usted está aquí: lunes 3 de septiembre de 2007 Opinión El búfalo de la noche

Carlos Bonfil

El búfalo de la noche

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El búfalo de la noche combina, en su primera versión novelística y en su posterior tratamiento cinematográfico, los temas de la deslealtad y el remordimiento. Luego de que al joven Gregorio (Gabriel López) se le diagnostica esquizofrenia y se le recluye en un hospital siquiátrico, su mejor amigo, Manuel (Diego Luna), vive una relación pasional con Tania (Liz Gallardo), la todavía novia del enfermo.

En una de sus salidas del sanatorio, Gregorio se percata paulatinamente de la traición y decide quitarse la vida. Lo que sigue es, o pretende ser, el infierno moral por el que atraviesa la pareja y los fantasmas que se apoderan del ánimo de Manuel hasta aproximarlo al delirio de su amigo fallecido. Si la propuesta narrativa parece sugerente, difícilmente se le podría calificar de original. Desde algún clásico de Zola (Teresa Raquin), hasta otro de James M. Cain (El cartero siempre llama dos veces), o la primera cinta de Antonioni (Crónica de un amor), el tema de los amantes devorados por la culpa se ha vuelto una obsesión y en ocasiones un mero lugar común.

El escritor y guionista mexicano Guillermo Arriaga recupera dicho tema en su novela El búfalo de la noche y busca enriquecerlo con su acostumbrado recurso a los saltos cronológicos y a una inesperada carga de simbolismos, cuyo emblema central es la figura de un búfalo tatuado en el cuerpo de los dos protagonistas masculinos. Una marca indeleble, recordatorio y estigma de la amistad traicionada. Es muy probable que una intención del novelista haya sido desvanecer las fronteras entre la realidad y el delirio, transitando del pacto de la sangre compartida (Gregorio y Manuel, hermanados por el ritual del tatuaje; separados después por Tania, una intrusa incómoda) al legado de paranoia que el paciente traicionado deja a Manuel después de muerto. Mensajes misteriosos, tijerillas que Gregorio sentía circular dentro de su cuerpo y que ahora comienzan a obsesionar a su amigo, viejas fotografías en una caja, y encuentros carnales cada vez más insatisfactorios y absurdos: todo se resuelve en una póstuma estrategia de desestabilización emocional, con deseo de revancha y, no tan paradójicamente, de recuperación amorosa.

Una vieja historia de amores machos, donde la mujer es pretexto y objeto de consumo sexual sin trascendencia, icono deseado y sustituible, reducida de modo misógino a su estricto valor de ornamento erótico. Una vez vuelta la novela proyecto fílmico, su autor confía al debutante venezolano Jorge Hernández Aldana el cuidado de dirigirla. Una decisión a la postre errónea debido en parte a la inexperiencia del director, quien ofrece un relato fílmico atropellado, saturado de desnudos gratuitos, con una insistencia en metáforas ya muy burdas fuera de la página escrita, una incapacidad de lograr intensidades dramáticas convincentes y un gran desperdicio del trabajo histriónico de Diego Luna, Gabriel López y Liz Gallardo, trabajo reducido a un catálogo de gesticulaciones, arrebatos y conductas caprichosas, que lejos de despertar el interés del público termina extenuándolo rápidamente.

El búfalo de la noche, proyecto largamente trabajado, como lo precisa el guionista: “17 años antes de poner mis ideas en papel, luego cinco años escribiendo la novela y casi cuatro más en la adaptación que hice con Jorge”. Este largo trabajo llega a la pantalla como un enorme cohete mojado. Previo a su salida comercial con 350 copias, la cinta se benefició de una cobertura publicitaria que combinó el chisme (los desencuentros de Arriaga con su director favorito, González Iñárritu) y el prestigio acumulado por el guionista en festivales internacionales, mismo que permitió que su nombre, vuelto etiqueta promocional, eclipsara al del director en los carteles de la cinta. Esta estrategia comercial no consiguió sin embargo ocultar una evidencia: El búfalo de la noche sólo sorprende al mostrar que el trabajo de un guionista muy inquieto y ambicioso (Amores perros, Los tres entierros de Melquiades Estrada, Babel) puede llegar a ofrecer, en una colaboración desafortunada, un resultado pretencioso y hueco, y lo que es peor para su prestigio narrativo, profundamente tedioso.

 
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