Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 2 de septiembre de 2007 Num: 652

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Relamparismos
ALONSO ARREOLA

Cómo se volvió una mala persona
ELENI VAKALÓ

555 años del nacimiento
de Leonardo Da Vinci

HÉCTOR CEBALLOS GARIBAY

Un deuda con Aguascalientes
MARCO ANTONIO CAMPOS entrevista con RUBÉN BONIFAZ NUÑO

El escritor
IGNACIO SOLARES

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Columnas:
Mujeres Insumisas
ANGÉLICA ABELLEYRA

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

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LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

Cabezalcubo
JORGE MOCH

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR


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Ana García Bergua

A ti ya te conozco

Me parece que lo conozco desde hace un año, quizá más. En el alto de avenida Universidad y Miguel Ángel de Quevedo, saluda a los automovilistas con un gesto jovial. Le pregunta a uno cómo está, hace bromas, cuenta lo que se pueda contar, habla del clima. Después hace algo que resulta hipnótico, por lo menos para las mujeres como yo cuando van atolondradas por hijos a la escuela: saca una plana de caritas felices amarillas y con muchísimo cuidado despega una, que coloca en el pequeño poste junto al espejo lateral, por dentro del coche –eso, si uno no está tan paranoico como para andar con el vidrio cerrado bajo el calor catatónico del mediodía. Después, con igual cuidado, limpia el espejo lateral con un trapito. Recibe su óbolo y se va.

Yo creo que él se fijó en mí porque yo no despegaba la carita feliz. Primero lo hice porque se me olvidaba; después como una manera de evitar que me molestara todos los días, como para decir “ya tengo carita feliz, muchas gracias”. Las primeras veces le dio risa cuando la vio. Luego, un buen día, llegó con una plana de caritas felices anaranjadas y me dijo: “Mira, güerita, de otro color, a que de este no tienes.” Y la pegó junto a la amarilla. Me cayó simpático aquel ingenio mercadotécnico, el que se hubiera puesto a pensar en cómo le hacía para ofrecer algo más de lo poco o casi nada que ofrece: no vende nada, no lava el vidrio –y uno lo agradece, porque es realmente difícil de acomodar esa manera un poco amenazante y como meona que tienen los limpiaparabrisas de echarle a uno el agua por adelantado y luego enfadarse si uno no quiere que continúen. En realidad, el hombre podría ser un loco o una especie de payaso, pero me saluda en los altos cuando voy abrumada de preocupaciones y me cae simpático con su variedad de caritas felices –la última vez traía incluso azules; se pone listo, la verdad– y su afán por saludar y ser saludado.

Nuestra relación comenzó a evolucionar el día en que lo encontré pálido y aterrorizado: un joven se había muerto en un taxi ahí, en esa misma esquina. Cuando pasé, se habían disipado ya el escándalo y la multitud, incluso se había ido la ambulancia, pero al hombre no se le borraba la impresión. Estaba muy asustado, como si a su paisaje, a su territorio entre dos calles, lo hubiera alcanzado algo terrible, que seguramente estaba acostumbrado a ver en otras partes, no ahí: la cara fea de la tragedia, que no se suele asomar en aquellos rumbos universitarios, de clase medio alta. “Imagínese, en un taxi”, me decía, sin poderlo creer. Me hubiera gustado darle yo una carita feliz, pero no tenía dónde pegársela. En la frente, quizá.

Otra vez, lo encontré ilusionado con la perspectiva de vender las galletitas que fabricaba una señora en el mismo alto: ganaría más, aprovecharía su buen carácter, su habilidad para hacerse amigo de los que pasamos encerrados en los coches, pues he visto que tiene otras clientas, como yo, que no lo eluden como solemos hacer ante la avalancha de vendedores, limpiaparabrisas, payasos y gente desesperada que se planta al paso de los fierros indiferentes. Le prometí que se las compraría y hasta mostré interés. ¿Y las galletitas?, le preguntaba las veces subsiguientes. Un día me contó, taciturno, que su señora tenía diabetes, el pobre estaba preocupado. Las galletas y la diabetes no van juntas, ya no le volví a preguntar. Yo le daba al pasar un peso o dos, según lo que trajera, y él me contaba las cosas que pasaban en el alto, me hablaba del clima, del paso del tiempo. Conmigo ya no era tan jovial, como si descansara de la actuación que debe hacer para atrapar clientes.

Un día me dijo: “Güerita, ya no me des diario, no está bien. Mira –continuó–, me das lunes o martes y yo ya te conozco, ya sé quién eres.” Un día pasé con mi marido: el hombre de las caritas felices se acercó a hacer su faena, pero cuando me vio, sólo se rió y nos dijo: “Pásensela bien”, para irse a pegarle sus caritas a otro. Me sentí una especie de influyente, de esos que pasan sin pagar boleto ni mostrar credenciales, aunque sigo sin saber bien influyente de qué.

Durante las vacaciones de verano no apareció, ahora lo encontré de nuevo. Lo mismo de siempre, me dijo filosóficamente mientras pegaba una carita feliz verde junto a mi ventana, los niños en las escuelas, el mismo tráfico, el mismo calor, la misma rutina. No lo veía desde hacía tiempo y estiré la mano para darle una moneda que traía en el cenicero: “Tú no –me dijo, como escapándose–, a ti ya te conozco.”