Usted está aquí: sábado 1 de septiembre de 2007 Opinión Rituales sacros y paganos

Juan Arturo Brennan

Rituales sacros y paganos

El jueves de la semana pasada apareció en estas páginas una buena fotografía, de un meditabundo Mario Lavista, con el perro llamado Frijol cómodamente arrellanado en su regazo. El motivo de la fotografía (obra de José Carlo González), y del prolijo reportaje que la acompañaba (escrito por Arturo García Hernández), era dar noticia de la inauguración del simposio Pensar la vida, organizado por El Colegio Nacional.

Para ese acto inaugural, el propio Mario Lavista, integrante de ese cuerpo colegiado, organizó, coordinó y presentó un concierto con un repertorio irresistible: su cuarteto de cuerdas titulado Sinfonías, los delirantes Black Angels, de George Crumb, y una versión camerística de La consagración de la primavera, de Stravinski, para dos pianos y cuarteto de percusiones. (Hago, literalmente, un paréntesis, para preguntarme retóricamente si es posible hablar de una versión de cámara de esa fantástica y volcánica orgía pagana que es La consagración).

Cerrado el paréntesis, consigno aquí el hecho de que, como ha sido su costumbre en los ya numerosos conciertos coordinados para El Colegio Nacional, Lavista hizo la presentación de cada una de las obras, destacando lo más importante de ellas tanto en el plano de lo estrictamente sonoro como en el ámbito de lo conceptual. En este último aspecto, su cuarteto Sinfonías destaca por tratarse de una obra mortuoria (que no fúnebre ni luctuosa) escrita en vida de su dedicataria. Quien haya escuchado, por ejemplo, el cuarteto Reflejos de la noche, de Lavista, hallará en Sinfonías una obra hermana que, sin embargo, transita por caminos mucho más amplios y variados, y por momentos da la sensación de un mosaico de iridiscencias elusivas, de una serie de cuadros sonoros que se suceden como en un sueño no del todo tranquilo.

El Cuarteto Latinoamericano (recién desempacado de sus merecidos meses sabáticos, que marcan sus 25 años de trabajo) logró la compleja tarea de dar unidad a la diversidad, y de convertir los destellos múltiples de estas Sinfonías en un solo haz de luz, coherente como un rayo láser, y a la vez de una sugestiva policromía.

El propio Cuarteto Latinoamericano se encargó después de los Black Angels, de Crumb, partitura compleja, profunda, intensa, de una rara e inquietante poética, que requiere una concentración impecable de los intérpretes. Micrófonos de contacto, numerosos y variados modos de producción sonora, copas de cristal afinadas, percusión diversa, sus propias voces como portadoras de motivos y fonemas, son los elementos constructivos de esta potente obra en la que Crumb plantea, más allá de la variedad estrictamente sonora, una cornucopia de estados de ánimo, que culmina con esa Noche de los insectos eléctricos que es, si me perdonan el símil un tanto pedestre, como una descarga de altísimo voltaje expresivo.

El Cuarteto Latinoamericano armó con exactitud y aplomo las piezas del rompecabezas de Crumb, y estos ángeles sonaron con toda la intensidad que necesitan, en parte gracias al muy buen trabajo de sonorización de Bogdan Zawistowski, cuya contribución destaco aquí precisamente porque este es un aspecto que suele ser bastante fallido en ocasiones análogas.

Plato fuerte lo fue todo el concierto, pero lo espectacular quedó a cargo de Dimitri Dudin y Duane Cochran, pianistas, quienes en compañía de los cuatro percutores que forman Tambuco se enredaron gozosamente en la maraña rítmica (que no por indescifrable es menos fascinante) que Stravinski planteó para acompañar esas imágenes de la Rusia pagana que culminan con el brutal sacrificio de una doncella. Desprovista de los colores orquestales del original (que de suyo son austeros) esta monocromática versión de La consagración de la primavera fue tocada por el sexteto con toda la enjundia primigenia que el caso requiere, y con un notable ensamble tanto en lo rítmico como en lo dinámico.

Si las obras y sus ejecuciones resultaron sobresalientes, no lo fue menos la puntual mención que hizo Lavista al triste caso de la música sacra en nuestros días. En efecto, cuando la Iglesia católica abrió las puertas a las estudiantinas y a los baladistas, la gran tradición iniciada por Perotin y Machaut se fue, literalmente, al diablo. ¿Qué podía esperarse, si no, de una institución tan cabalmente corrupta, degenerada, putrefacta, vergonzosa, venal, abusiva, mendaz y excluyente que se las ha arreglado para arruinar todo lo que toca, incluyendo la irrepetible genealogía musical que surgió entre sus muros al paso de los siglos?

 
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