Usted está aquí: domingo 29 de julio de 2007 Opinión La niña en la piedra (nadie te ve)

Carlos Bonfil

La niña en la piedra (nadie te ve)

Ampliar la imagen Escena de la cinta de Sistach y Buil Escena de la cinta de Sistach y Buil

Con La niña en la piedra (Nadie te ve) concluye la trilogía de los realizadores Marysse Sistach y José Buil sobre el abuso sexual, el secuestro y la violencia, que incluye la notable Perfume de violetas (Nadie te oye) y la menos lograda Manos libres (Nadie te habla). Si las dos primeras entregas de esta "trilogía de la maldad" estuvieron situadas en un entorno urbano, capturando lo mismo conductas de estratos sociales desfavorecidos que el habla y manías de una clase acomodada, en La niña en la piedra lo que observan los cineastas es un ambiente rural despojado de romanticismo y color local, duro e inclemente, como lo requiere la brutalidad de la anécdota narrada. El acoso sexual del que suelen ser víctimas muchas mujeres en México, teñido invariablemente de misoginia y de un deseo irrefrenable de degradar e invisibilizar al objeto de deseo, queda manifiesto en los títulos secundarios elegidos, los cuales hacen referencia a tres de los cinco sentidos. En la estrategia del acoso, un componente de la humillación es privar a la víctima de todo contacto con quien pudiera prestarle el menor auxilio, y cada cinta de esta trilogía presenta la tortura psicológica como un primer tiempo de la agresión física, no existes para nadie, has dejado de tener interlocutores, tu voz ha quedado definitivamente cancelada, a nadie le importa tu suerte. Lo que sigue es la pesadilla de una agresión sexual cuya consecuencia psicológica más común es, justamente, el mutismo obstinado de la víctima, garantía eficaz de la impunidad.

En La niña en la piedra, la adolescente Mati (Sofía Espinosa) desdeña continuamente a su pretendiente de infancia Gabino (Gabino Rodríguez), prefiriendo seducir, sin mayor éxito, a su apuesto maestro de baile. El desaire reiterado provoca que Fulgencio y Delfino, dos amigos de Gabino, decidan dar un escarmiento a la joven esquiva: primero, en un episodio de humillación (que en la escuela es castigado por la maestra -Arcelia Ramírez-, quien los humilla obligándolos a bajarse los pantalones en clase), y luego en un acoso interminable, ajeno al interés sexual, destinado únicamente a degradar moral y físicamente a una Mati perpleja y aterrorizada. A esta historia se añade, de modo un tanto innecesario, el descubrimiento que hace el campesino Amadeo (Silverio Palacios), padre de Gabino, de una estela prehispánica con la efigie en relieve de una diosa del maíz, y su desaparición en una poza por temor a que en lugar de beneficios, la deidad desate alguna catástrofe en el pueblo. La superstición de Amadeo es, de algún modo, premonición de lo que habrá de suceder, pero este simbolismo y un desenlace providencial vuelven un tanto obvio lo que la crónica puntual de los hechos refiere con sobriedad y eficacia. Si dejamos de lado esta alegoría superflua, el relato de Buil es una aguda observación de un comportamiento patológico, de ese machismo violento que hace de la mujer el objeto expiatorio de debilidades y frustraciones viriles.

Lejos del comportamiento habitual de muchos adolescentes que en el cine mexicano esperan impacientes su iniciación sexual (Anoche soñé contigo, de Sistach, por ejemplo), el trío de imberbes machos rurales de La niña en la piedra, parece estar sorpresivamente desinteresado en el sexo, concentrando sus energías en una respuesta rencorosa contra la mujer. Gabino es el único joven que manifiesta sentimientos de ternura y deseo, pero muy pronto se impone entre los amigos una lógica de dominación sexista que reduce a la insignificancia todo propósito generoso. Los directores conducen con pulso firme esta crónica de la violencia irracional, tan perturbadora en su ámbito intimista como pudo serlo en su momento Canoa, de Felipe Cazals, en su registro de la barbarie colectiva. En esta demolición del paraíso rural y de los buenos sentimientos juveniles, la provincia aparece como una extensión ya obligada del catastrofismo urbano. Sistach y Buil ofrecen, con tino casi tan certero como el de Perfume de violetas, una renovada reflexión sobre la mezquindad moral y la pérdida total de la inocencia.

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