Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 10 de junio de 2007 Num: 640

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Julián Carrillo: la reivindicación de la utopía
NATALIA NÚÑEZ SILVESTRI

El gobierno de la música
JOSÉ ÁNGEL LEYVA Entrevista con ENRIQUE ARTURO DIEMECKE

Coachella 07: el sonido
y la furia

ROBERTO GARZA ITURBIDE

OK Sargento
ALONSO ARREOLA

Fred Frith: música para
un momento

JAVIER ELIZONDO

Coda a Shostakovich
CARLOS PINEDA

Leer

Semblanzas de Carlos

Columnas:
Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

Cabezalcubo
JORGE MOCH

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

Fred Frith: música para un momento

Javier Elizondo

Decir que Fred Frith toca es como decir que la literatura son libros o que el chocolate Milo es un chocolate en polvo. Él no toca. Él construye, destruye, fornica, veja cuidadosa y amorosamente a su guitarra y luego se arrepiente de su crimen, enamora, coquetea, pide perdón y vuelve a violar, pero viola como nadie viola y como todos deberían violar: con un amor convaleciente, consciente y orgulloso de su anatomía tumefacta y gigantesca; enfermo por no poder reventar y ya.

A primera vista, Fred Frith está solo en el escenario, en medio de un campamento de amplificadores, pedales, micrófonos y cables. Tiene una guitarra y una mesita con cosas –desde una cuerda y un arco que se vuelven otra extremidad de la guitarra, hasta unas latas con piedras que reverberan a través del instrumento como el eco de un precipicio enorme– que, para el oído indecente, no hacen música, a lo mucho hacen ruido, sonidos si bien les va. Mientras el concierto avanza, Fred Frith desaparece y quedan en escena la guitarra y esos objetos: ellos en representación de un nacimiento, de una vida y de una muerte; él como divinidad, como viento que les presta organicidad, les regala un destino frágil y les enseña a tomar decisiones por sí mismos.

Esos sonidos, esos sets de Fred Frith, no existen más que en ese momento. Es un acto exclusivo. Sucede y no permanece. Es difícil recordar con exactitud lo que hubo; imposible separar por rola, y es delicioso para la memoria justamente por eso. En el Teatro de la Ciudad (24/IV/ 2007), nadie se levantó cuando Frith dio por terminado el concierto. Encendieron las luces y la gente siguió aplaudiendo. Alguien gritó, desde el anfiteatro: "¡No nos hagas esto, cabrón!" Y, claro está, Frith salió de nuevo; primero para empaparse en una segunda ovación, después para empaparnos a nosotros en un segundo instante de improvisación, ahora con una estación de radio –o lo que sonó como una estación de radio– como base rítmica de sus esculturas ruidosas.

Y así Fred Frith, enmarcado en el XXIII Festival de México en el Centro Histórico, una vez más se hizo cargo de sus universos imprevisibles, y nosotros nos hicimos cargo de de controlarnos para no amarrarlo a un poste para que siguiera tocando durante horas.