Usted está aquí: jueves 7 de junio de 2007 Opinión Placer y dolor

Olga Harmony

Placer y dolor

Espero que cuando esta nota aparezca publicada, la casi insostenible situación del Centro Cultural Helénico se haya resuelto, aunque las perspectivas de que sea muy favorable para el gremio teatral no son grandes. Resulta que en el estreno de la obra que comento, el público hubo de esperar afuera del edificio y en la calle para poder entrar por el estacionamiento que ya está vedado a los automóviles de los espectadores. Se me dijo que esto venía ocurriendo desde dos semanas antes, lo que afecta la programación de los espacios teatrales (al Teatro Helénico ya se le cercenó desde hace tiempo la mitad de su vestíbulo) e incluso de la cafetería cuya concesión ostenta el activo productor Carlos López y que ya es un lugar de encuentro para los teatristas, amén de las obras que en él se escenifican. En la mesa en que se entregaban los boletos había un escrito de protesta para que fuera firmado por quienes estaban en contra de la medida, pero firmamos muy pocos y alguien comentó que estamos en temporada de becas y los jóvenes asistentes no querían pronunciarse por temor a perder la suya, lo que espero que no sea verdad porque La Gruta es casi el espacio natural para el teatro joven.

Pienso, como muchos, que debe haber una solución radical al problema que el Instituto Helénico crea a Conaculta y que hay que dejar de lado las avenencias entre uno y otro, porque si el decreto presidencial de José López Portillo cedió el predio, propiedad de la nación, a una institución privada, otro decreto presidencial -que entiendo tienen preparado los abogados de Sogem- puede derogarlo y dar al Estado, a través de Conaculta, el disfrute pleno de este bien que debe ser suyo. No creo que se logre, con este gobierno proclive a las privatizaciones, pero sería atacar el mal de raíz.

Placer y dolor de la dramaturga y traductora quebequense, al parecer asentada en Estados Unidos, Chantal Bilodeau en traducción de Silvia Peláez es el viaje iniciático de una mujer al encuentro de sí misma y la aceptación de que es una masoquista. La autora muestra este tránsito a través de ensoñaciones y acciones reales, con un sádico imaginario y otros personajes, el decano de la universidad en donde trabaja, su mejor amiga y confidente -que de paso también encuentra su ser real- y su prometido. En su búsqueda, en parte a través de escritos pornográficos, pierde trabajo y relaciones, pero se acepta. El texto de la canadiense por primera vez somete a escrutinio la posibilidad de pornografía escrita por y para mujeres, pero aunque su protagonista Peggy sea deliberadamente una oscura oficinista, su tránsito masoquista se muestra débil en el desarrollo de la acción dramática y aparece tibio ante la brutalidad de lo que se nos cuenta, porque finalmente el masoquismo es más una enfermedad que una elección de vida como se podría creer al presenciar la obra y como posiblemente pretenda la autora. En el cambio de fortuna de Peggy, la aceptación no es un momento de libertad, sino la consumación de una condena, a diferencia de lo que ocurre con Ruth.

Dirige Angélica Rogel, que ha probado otras posibilidades del teatro, desde la dramaturgia de obras para niños, hasta la dirección y actuación en teatro cabaret y la improvisación y que ahora, hasta en donde sé, encara un texto de mayor calibre. Su trazo es limpio, los cambios de realidad a fantasía están bien entendidos, apoyados por la asesoría de Juan Carlos Vives, pero también carece de la fuerza a que el tema obliga, quizás porque algunos de sus actores, aunque posiblemente tengan la edad de sus personajes, proyectan mayor juventud, sobre todo Juan Carlos Medellín como Rob, del que poco se puede creer que sea un hombre a punto de casarse y la excelente Mahalat Sánchez como Ruth, a la que poco podemos imaginar como una mujer casada y madre de tres niños. Yuriria del Valle, en el protagónico, matiza con sensibilidad su poco atractivo personaje. Ernesto Alvarez está poco convincente como ese fantasma, suma de todos sadismos, que acosa a la protagonista. Juan Carlos Vives, en su pequeño papel, demuestra con gesto y actitud la personalidad del decano, entre tímido, burocrático y en alguna escena brutal. La escenografía de Fabiola Hidalgo es efectiva al dar todos los escenarios requeridos aunque no sea grata visualmente, la música original es de Hans Warner y el correcto vestuario fue diseñado por Oscar Vázquez.

 
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