Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 13 de mayo de 2007 Num: 636

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Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

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Cuando París tuvo su
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Juana Ramírez o los misterios de un rostro (I DE II)

Es posible que ocurra en todo el mundo, pero en el ámbito de habla hispana es frecuente que los próceres y los artistas –en ese orden– se conviertan en nombres de calles, plazas o monumentos, muchos de los cuales no tienen nada que ver con el individuo al que se han asociado. Dejemos a otros la reflexión sobre los espacios así dignificados en España e Hispanoamérica y pensemos en México.

Los ejemplos son numerosos, algunos son extraños. Si consideramos a los escritores, no se pueden evitar ciertas presencias entrecruzadas como las de, por ejemplo, Ignacio Ramírez, Altamirano, Gutiérrez Nájera y Payno en la colonia Obrera de Ciudad de México. Es seguro que pocos de los habitantes que viven o trabajan en la calle con el nombre de alguno de esos autores haya leído alguna de las obras que determinaron su nomenclatura; es más seguro que ninguna de las actividades de esos intelectuales hubiera esperado confinarse en una zona donde abundan las refaccionarias, talleres y diversas cantinas.

Pensemos en Juan Rulfo, uno de los escritores mexicanos más importantes del siglo xx, conocido en casi todo el mundo por El llano en llamas y Pedro Páramo. Tal vez poca gente sepa que dio su nombre a una plaza ignorada que acabó en eso (en una plaza) gracias al temblor de 1985, en el cruce de Monterrey, Insurgentes y Álvaro Obregón, por donde antes estaba la sucursal de una fábrica de estufas. Dicha plaza es un triángulo mínimo en el que casi nadie repara. Es muy poco para Juan Rulfo, pero esta mención confirma que hay escritores que cierran su destino convertidos en estatuas (ecuestres o no), calles, plazas, glorietas, ejes viales, colonias o monumentos. A veces, también pueden acabar circulando como monedas o billetes: es el caso de sor Juana, bien identificada en los actuales billetes de doscientos pesos.

El meollo no es que una comunidad quiera reconocer de alguna manera a sus figuras más importantes, sino los síntomas oblicuos, resultado de los excesos iconográficos o nominalistas: Manuel Payno, autor de Los bandidos de Río Frío, es para muchos sólo el indicio de una calle, no un escritor realista del siglo XIX mexicano; sor Juana Inés de la Cruz, fácilmente reconocible por sumar en su figura un velo negro, un hábito de monja, un incómodo medallón y unas cejas bien delineadas, es el rostro más conocido que nos ha llegado desde el mundo novohispano, pero, salvo que era una monja inteligente y poetisa, salvo la recurrencia a la redondilla "Hombres necios que acusáis...", es posible que el común de los usuarios de billetes de doscientos pesos no sepan mucho más acerca de la mujer capturada en esa efigie.

La información oída como de paso en las clases de secundaria y prepa añade temas para el chisme histórico de sobremesa. ¿Por qué se metería de monja una mujer tan bella a los veintiún años? ¿Tuvo muchos amores antes de y durante su vida conventual? ¿Sería lesbiana? ¿Se "convirtió" al final de su vida o fue víctima de la intolerancia? ¿Se contagió de la epidemia en el convento, en 1695, por cuidar a sus hermanas jerónimas o porque eligió morir de esa manera, ya sin sus libros y sin las letras?

Lo que se puede decir de sor Juana es que ingresó al convento por las siguientes causas: en el siglo XVII, los dos caminos más decorosos para que una mujer virtuosa hiciera su vida eran el matrimonio y el convento; en el caso del matrimonio, mientras más sustanciosa fuera la dote de que dispusiera la mujer, mejor sería su enlace conyugal. Sor Juana era hija natural de la criolla Isabel Ramírez de Santillana y del caballero vizcaíno Pedro Manuel de Asbaje y Vargas Machuca. Los hijos "naturales" no eran escasos en Nueva España en esa época, pero no había protección social para ellos, sobre todo si eran mujeres y no disponían de recursos respetables.

Juana Inés no disponía del dinero necesario para llegar con una dote importante a un buen matrimonio, pero tampoco se sentía especialmente atraída por un estado que impediría el desarrollo de sus aspiraciones e inquietudes intelectuales: la atención de la casa, los hijos y el marido eran tareas que absorbían casi todo el tiempo de una mujer casada que no fuera rica. La única alternativa que tuvo fue la vida conventual, pues le podía ofrecer el espacio para dedicarse a sus intereses sin merma de las obligaciones propias de una monja, máxime si se considera que el jerónimo era uno de los conventos con menos rigores en su regla y en sus costumbres.

(Continuará)