Usted está aquí: sábado 5 de mayo de 2007 Política La condición posreligiosa

Ilán Semo

La condición posreligiosa

¿Cómo modifica la geografía política actual la aprobación de la ley que despenaliza el aborto en el Distrito Federal? ¿Qué nuevas y viejas fuerzas revela el conflicto que enfrentó -y que seguramente seguirá enfrentando- a la mentalidad secular contra el neoclericalismo de la franja, digamos, histriónica de la jerarquía eclesiástica? ¿De qué "religión" se habla cuando quienes impugnan la ley se escudan en ella para promover un nuevo radicalismo político? ¿Cuáles son las divisiones y las definiciones que produce en los bloques que parecían relativamente contrapuestos a raíz de los resultados de las elecciones presidenciales de 2006?

La historia de la ley no es nueva. Se remonta al año de 1999, en que Rosario Robles promueve su primera versión, en medio de una campaña de amenazas y acusaciones que se asemeja más a un linchamiento público que a la diseminación y defensa de una opinión. Hay sectores de la Iglesia que, en el año 2000, siguen pensando que el camino del consenso es la eliminación de todo disenso: al opositor se le trata como si fuera un pagano o un hereje, no un simple ciudadano con una opinión diferente. Y la hoguera moderna no requiere leños ni brasas ni a la Inquisición, le basta la televisión. El juicio sumario no sucede en la plaza pública sino frente a las pantallas, pues, ¿qué es un político contra los medios sino un político ya sin medios? Finalmente, quien fija los criterios de la "verdad", así sea durante el suspiro de un noticiario nocturno, es la caja de las ilusiones, donde el espectáculo de "arder" se pone en pantalla con un simple eslogan reiterado como un mediático mantra.

Al parecer, la lección del año 2000 sirvió de escarnio. A lo largo de todo su gobierno, Andrés Manuel López Obrador no sólo no mencionó el tema, sino que se cuidó de que nadie, en su frente, lo hiciera. El acercamiento con la jerarquía eclesiástica, que debía pavimentar el camino a Los Pinos, estaba fundado en ese curioso silencio. Seguramente AMLO nunca pensó que podía inclinar al obispado en su favor, pero le bastaba que no se enfilara en su contra, que le entregara la misma carta que él desplegó: el silencio.

No sirvió de mucho. El nudo duro de la burocracia religiosa no cumplió -¿y por qué acto de magia debía hacerlo?-, e inclinó toda su fuerza hacia la candidatura del Partido Acción Nacional a lo largo de todos los comicios de 2006. La vendetta de AMLO recuerda un poco al Garrido Canabal de los años 20, sólo que (por fortuna) en su versión inofensiva: militantes lopezobradoristas irrumpen en las misas con el justo reclamo de que "Dios no es panista".

Es evidente que en 2007 Marcelo Eberard ha realizado una lectura original, por decirlo de alguna manera, de estos hechos, y decide apartarse del radicalismo (que a veces hace esquina con el maniqueísmo) de sus antecesores. El nuevo jefe de Gobierno restringe su acción a la de quien permite la acción, recuerda su naturaleza civil y se aparta de cualquier campaña que estigmatice a las partes como una contienda entre "fieles" e "infieles", entre "demócratas" y "teócratas", entre "liberales" y "conservadores". Lo que consigue es un éxito asombroso, porque permite que los propios católicos ingresen en la arena de la reflexión civil acotando los límites de su religiosidad, entrando a una esfera donde el sujeto de la religión abandona la sujeción sin desistir de su religión, es decir, una esfera posreligiosa, o ateológica si se quiere.

Hay que reconocer que en estas últimas semanas la izquierda mexicana ha descubierto finalmente (no sé por cuánto tiempo) una nueva manera de hacer política que consiste en definir sus demandas a partir de la trama de su contingencia, y no, como era la costumbre, en convertir cualquier propuesta en el gran y angustioso espectáculo de la lucha entre "pobres" y "ricos", entre "incluidos" y "excluidos", entre categorías épicas que polarizaban, hasta volver irrespirable, toda contingencia.

Quien se divide en campos cada vez más enfrentados es el bloque en el poder. Todos los esfuerzos de Manuel Espino, el presidente del PAN, por reditar el enfrentamiento entre el Poder Ejecutivo y el Gobierno del Distrito Federal, fracasan. Esa suerte de replay de un Fox II en que los ultras quieren encajonar la política de Calderón hacia el DF se viene abajo cuando lo que se escucha desde Los Pinos es el desacuerdo con la ley, pero el respeto a la soberanía de la Asamblea Legislativa del Distrito Federal.

Sin tan sólo este fuera el comienzo donde se logre gestar ese centro político que no ha logrado erigirse desde 2000, el rumbo de la historia que comienza ese año, y que no ha dejado de estar abierta, cambiaría sensiblemente.

 
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