Usted está aquí: lunes 23 de abril de 2007 Opinión ¿Y por qué no desaparece el infierno también?

José María Pérez Gay /I

¿Y por qué no desaparece el infierno también?

Ampliar la imagen El Vaticano ha decidido abolir el concepto de limbo, por "reflejar una visión excesivamente restrictiva de la salvación" Foto: Ap

"¡Ay, Pepe, estás en el limbo", decía mi madre decepcionada y de mal humor, cuando me veía ausente o distraído. Yo, que había cumplido entonces 10 o 12 años de edad, me imaginaba el limbo como un lugar -sin tiempo y sin espacio- donde habitaban los individuos torpes o los imbéciles fugaces. En su riguroso sentido latino, limbo significa el fin o extremo de alguna cosa, en especial se llama limbo a la orla o parte última de un vestido. Mi necesaria educación jesuita me explicó más tarde su auténtico significado. En el segundo año de secundaria, el "hermano" -por ese entonces no se había ordenado sacerdote- Juan Lafarga nos dijo que el limbo era el nombre de un reino celestial donde estaban depositadas las almas de los Santos Padres y Patriarcas, esperando la redención del género humano. Y también se llamaba limbo -nos dijo con un tono de misterio inescrutable- al lugar donde van las almas de los que mueren antes de tener uso de razón, sin haber recibido el sacramento del bautismo. "Más lejos del infierno y más vecino al Cielo está el limbo de los padres, llamado por excelencia "seno de Abraham" -recuerdo haber leído en alguno de los textos canónicos, que nunca entendí.

La Comisión Teológica Internacional, un departamento de la Congregación para la Doctrina de la Fe, ha publicado el viernes 20 de abril un documento -con la autorización del papa Benedicto XVI- La esperanza de salvación para los niños que mueren sin haber sido bautizados, resultado de las investigaciones y conclusiones sobre la "Cuestión del limbo". Hace tres años fue llevada ante la comisión la idea del limbo para ser sometida a un examen teológico exhaustivo que determinara la naturaleza, el remedio y el destino de una floración teológica parasitaria que amenazaba con destruir la idea de salvación en el cristianismo.

El Vaticano ha decidido abolir el concepto de limbo "por reflejar una visión excesivamente restrictiva de la salvación". La comisión subrayó que consideraba el tema una cuestión pastoral urgente "por la cantidad de niños nacidos de padres católicos no practicantes y porque muchos otros son víctimas del aborto antes de nacer" (La Jornada sábado 21 de abril). Esta decisión parece un disparate histórico. En efecto, el limbo surge el año de 418 en el Concilio de Cartago. Es decir, 600 años después de Cristo y era una verdad aceptada por todo el mundo cristiano de que el limbo se fundamentaba en la idea del pecado original, cuya primera aparición por escrito se encuentra en la Epístola de Pablo a los romanos, en el año 57 dC, un pasaje difícil y oscuro, donde Pablo establece un paralelismo entre Adán y Cristo.

Mientras el pecado y la muerte entraron en el mundo por la caída de Adán -"la muerte gobernó desde Adán hasta Moisés", escribe Pablo, "más todavía: reinó sobre aquellos que aún no habían pecado"- la gracia y la vida eterna llegaron por la resurrección de Cristo". "¿Oh, muerte dónde está tu aguijón? ¿Oh, sepulcro dónde está tu victoria?". Pablo, un viajero incansable, escribió en Corintio esta carta a Roma, capital de un imperio que se extendía desde Inglaterra hasta los países árabes. El versículo más citado de Pablo, donde según los comentaristas fundamenta la idea del pecado orininal es el siguiente: "Por la desobediencia de un solo hombre, Adán, todos se convirtieron en pecadores". Un salmista, muchos siglos antes, escribió: "He aquí, en maldad he sido formado, Y en pecado me concibió mi madre".

Si alguien le hubiera avisado a tiempo que la idea del limbo iba a ser abolida, mi profesor Fernando Sodi Pallares -admirable intérprete de Tomás de Aquino, y profesor de filosofía en la Uia el año de 1962- habría podido ahorrarse muchos dolores de cabeza antes de que intentara explicarnos la idea del limbo. Don Fernando planteaba dos dilemas: el primero, ¿adónde va el alma de un niño inocente si la muerte lo sorprende antes de ser bautizado? Tomás de Aquino afirmaba que esos niños "son por naturaleza beatos". Desterrar al bebé al infierno era una medida no sólo implacable, sino horripilante. Al mismo tiempo no podían permitir su entrada al Cielo, porque desmentía la idea cristiana de la salvación a través del renacimiento por el agua (bautismo). La Iglesia creó entonces un nuevo reino celestial llamado limbus infantum, el limbo de los niños, que se localizaba -desde una perspectiva cosmográfica- al "sur del Cielo", vale decir: debajo. Todos los bebés sin bautismo y todos los fetos muertos desde el principio de los tiempos estaban todavía en el limbo, esperando el juicio final, momento en el que resucitarían con sus cuerpos, limpios de pecado original, y una corte de ángeles los acompañaría al Cielo. El limbus infantum, limbo de los niños, se ha convertido ahora con toda seguridad en una ciudad fantasma, sin memoria y desploblada.

Don Fernando Sodi Pallares enfrentaba el segundo dilema. Abraham y los patriarcas del Antiguo Testamento, hombres santos pero desdichados, habían muerto antes de que Cristo redimiera a la humanidad. ¿Qué hacer entonces con tanto pagano honorable como Platón y Aristóteles? Sodi era un conocedor sagaz de Aristóteles. ¿Qué hacer con su alma? ¿Dónde se habrían escondido las almas virtuosas durante todos los siglos de los siglos? Si recuerdo bien a Tomás de Aquino, y mi memoria no traiciona a don Fernando Sodi Pallares, la Iglesia creó un limbo anexo: limbus patrum, el limbo de los padres, el lugar donde reposaban los santos del Antiguo Testamento y los paganos de buen corazón. El limbus patrum está desde hace tiempo vacío, porque Cristo abrió las puertas del cielo a las almas mortales (?). Abraham, Platón, Aristóteles y las demás legiones de hombres inteligentes y buenos han ascendido -pasando a través de un techo de cristal- al cielo.

Algunos teólogos católicos se han negado a desmantelar el limbo de los padres, lo han reservado para las almas de los buenos judíos, los budistas generosos, los millones de santos hindúes o musulmanes de nuestros tiempos -todos ellos buenos pero desdichados por no ser cristianos, condición que les impide entrar en el Cielo. Sólo después del juicio final se abrirán las puertas doradas del Cielo cristiano y pasarán todas las gentes justas de las otras religiones. La idea del limbo ha sido producto de una permanente improvisación y ha sido también muy poco clara. Ningún Papa se atrevió a declarar al limbo un dogma y, antes de su definitiva abolición, se convirtió en uno de los puntos más inestables de la teología cristiana, una suerte de sala de espera. El limbo era, en efecto, un limbo.

A pesar de que nunca ha sido doctrina de la Iglesia católica apostólica y romana, la proposición teológica del limbo se impuso a lo largo de los siglos. En octubre de 1958, el Ministerio del Interior del Vaticano -con el fin de que los recién nacidos que fallecían no fuesen a reposar en el limbo- alertaba a los padres de familia y a los párrocos: "En algunos lugares se ha difundido la práctica de retrasar el bautismo por razones de conveniencia... El Santo Padre, Pío XII, advierte a los fieles que los niños deben ser bautizados tan pronto como sea posible".

Oscar Wilde afirmaba que no valía la pena cometer ningún pecado, salvo que ese pecado fuese el original. En la teología cristiana, el pecado original es la mancha hereditaria que lleva en el alma todo mortal -excepto la Bienaventurada Virgen María- por la desobediencia del primer hombre: Adán. San Agustín ordeñó la idea del pecado original hasta extremos insospechados. La Iglesia se estremece todavía, los teólogos se preocupan y lamentan el ataque implacable de San Agustín, obispo de Hipona, contra los inocentes bebés: "Esos niños desdichados -que fallecen sin ser bautizados- deben enfrentar el juicio de Dios, porque son recipientes de injurias y la ira de Dios está sobre ellos". Los historiadores cuentan que Agustín se ponía frenético en los debates públicos, poseído de una cólera divina, cuando se tocaba el tema: "El bautismo es lo único que puede liberar a estos desgraciados niños del reino de la muerte y del poder del mal. Si nadie los libra de la garra del demonio, ¿debería sorprendernos que padezcan en las llamas del infierno. No puede haber duda en este tema: irán al fuego eterno con el demonio".

En el transcurso de los siglos, los teólogos cristianos han defendido a San Agustín afirmando que no quiso decir lo que dicen que dijo de modo tan apasionado. Según sus defensores, el obispo de Hipona sólo quería asestar un duro golpe a los seguidores de Pelagio, un grupo de herejes que floreció con una fuerza increíble en los siglos IV y V de Cristo, negando la idea del pecado original. Por desgracia, la Iglesia estuvo de acuerdo con Agustín -a menudo con enorme disgusto- durante los cinco siglos que siguieron. "No hay nadie que pueda estimar" -escribe Charles Panati- "el número de bebés no bautizados que fueron al infierno como consecuencia de una teología tan errática". Tomás de Aquino -más demócrata si en la Edad Media tal cosa era posible- sostenía que los niños no bautizados, incapaces de poseer la inteligencia que les permitiese" pecar por sí mismos, sufrían el "dolor por la pérdida" de Dios, pero no "el dolor del sentido" del fuego. El doctor de la Iglesia argumentaba en sentido contrario a la perspectiva ígnea de Agustín.

La idea del limbo no existiría sin la creencia en el pecado original, tal como fue definida por el Concilio de Trento en el siglo XVI, aparece antes en las cartas de San Pablo, y le da cuerpo San Agustín 300 años más tarde. Pablo era quizá ambiguo en este tema, el obispo de Hipona, por otra parte, era estridente, inflexible e inequívoco. Quizá haya sido Alberto el Magno, en el monasterio de Colonia, Alemania, el que acuñó el término "limbo" -aunque, en la época de Alberto, se creía que el limbo era la frontera con el infierno; en alemán limbo se dice Vorhölle, vale decir: la antesala del infierno.

A finales de la década de los 50, en el Instituto Oriente de Puebla me llamaba la atención que los sacerdotes jesuitas, nuestros maestros, nos prohibían leer libros que no tuviesen inscrita la leyenda nihil obstat, "aprobada". He vuelto a recordarlo porque en esos años quise leer un libro: El purgatorio y el limbo, y me lo prohibieron. Ahora que el limbo ha desaparecido, me pregunto: ¿Y por qué no desaparece el infierno también? ¿No es suficiente con nuestro diario exterminio? ¿Alguien puede imaginar en Africa peor castigo que vivir en ese continente? ¿Las llamas del infierno? No, el salario del pecado de los seres humanos no es la muerte, sino Armenia, Auschwitz, Kolyma, Camboya, Guatemala, Perú, Aguas Blancas, Srebenica, Sudán y Sierra Leona.

 
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